Francófilo, la mirada de Christopher Domínguez Michael sobre la vida y obra de D’Annunzio, Malaparte y Pasolini –Retrato, personaje y fantasma (Ai Trani, México, 2016)– es de corte stendhaliano. Quizá toda la ensayística de este crítico mexicano también lo es, desde uno de sus primeros libros, Tiros en el concierto, donde evoca el famoso “coup de pistolet” del capítulo 23 de La Cartuja de Parma, según el cual la política, al aparecer en una obra literaria, aunque tiene algo de grosera no es posible dejar de prestarle atención. Son muchos y muy largos los libros de Domínguez Michael como para cifrarlo en ese único aspecto si no fuera porque el síndrome de Stendhal es de etiología múltiple. Su crítica es narrativa porque cuenta con ese golpe secreto de la adolescencia remota y encendida, como buscar cenizas de Gramsci y Keats en Roma, último término del espectro stendhaliano. Digo esto no por los tres autores elegidos –apasionados e histriónicos cada uno a su manera– sino por una nota a pie de página cuando Domínguez Michael indica que en 1980, a sus 18 años, publicó un artículo titulado “Criterios de la moral burguesa en el Partido Comunista Mexicano”. Esto lo recuerda el ensayista y crítico de 54 años, superada en mucho la edad de los héroes de Stendhal, y mucha agua y desencanto ha corrido bajo su puente. El puente sigue siendo el mismo, aunque en esa época no conocía bien a estas tres columnas que pudieron darle el sustento que necesitaba. Así se lo sugirieron Carco Coccioli y Alejandro Rossi, induciéndolo a leerlos o corrigiéndole los prejuicios.

Pasolini es el clásico de fin del siglo XX, mejor visto en el cine y peor leído, y en ambos casos olvidado convenientemente por la izquierda bienpensante –desde la vieja guardia a la “sinistra chic”– porque los pone en problemas y más de una vez en jaque cuando señala con dedo firme en qué rincones de la democracia y de la izquierda se esconde el fascismo. Siempre buscó ser coherente consigo mismo incluso en sus contradicciones, sin abandonar su heterodoxo cristianismo, que no habría podido comprender nunca la Iglesia católica. Curzio Malaparte, como si se siguiera limpiando su pasado fascista, es recuperado por las oleadas de los seguidores de la no-ficción y porque su prosa hechiza por su frialdad. Bien señalado como condottiero, no pudo entrar en el centro mismo del poder, es decir, en el hueco que nunca se le hizo en la tarima mussoliniana, y la rondó con requiebros y adecuaciones de último momento. ¿Y D’Annunzio? Otro afectado por la Edad Lírica, que diría más adelante Kundera, su gran egolatría y su afán de liturgia fueron aliento y modelo para el fascismo. El balance es evidente: sobran mediocres imitadores de los dos últimos y faltan inclasificables pasolinis. Este último gana en Retrato, personaje y fantasma.

El ensayista podría haber elegido una terna italiana diferente. Digamos, por ejemplo: Papini-Pavese-Natalia Ginzburg. O una más excéntrica: Pirandello-Manganelli-Buzzati. O una más dispar: Gramsci-Morante-Eco. El resultado no habría sido el mismo. Preocuparse por esos tres autores es revelar que se leyó bien al Bénichou de La consagración del escritor como nueva voz del poder laico y que esa consagración, en el siglo XX, que disfrutó D’Annunzio y ansió Malaparte, terminó en la muerte miserable de Pasolini, tragedia en tres actos sobre el rol del escritor fundando un nuevo poder, queriendo medrar de él o criticándolo radicalmente como un corsario condenado.

Es el antídoto efectivo en los antimodernos que no ceden a la devastación ágrafa de la melancolía, al cargo público, a la academia, a los fastos de la última tecnología (o tipografía) y mucho menos al aggiornamento de la corrección política.

Y es aquí donde conviene estar advertido sobre lo que busca y consigue Retrato, personaje y fantasma. Nos acerca a la cultura italiana, por supuesto, cada vez más limitada a los selectos happy few, y todo quizá porque el lado histriónico –ese espíritu de ópera que Lampedusa juzgaba fatal para la literatura italiana– se ha esparcido por el planeta, italianizándolo en lo que tiene de melodrama tomado demasiado en serio. Los dardos de Domínguez Michael dan en el blanco: ¿Pedir el reconocimiento del matrimonio homosexual no le habría parecido a Pasolini una forma de “concesión filistea a la moralidad católica, burguesa y, a fin de cuenta, fascista”? Es decir, ¿para qué domesticar en convencional matrimonio lo que era una trasgresión liberadora? ¿Identificarse con las víctimas, lo que Malaparte evitaba, no es una forma de empezar a perder la dimensión de las causas y las consecuencias finales e invisibilizar a los victimarios y agotar la energía para la acción? ¿No se lleva ya mucho tiempo diciendo con tono de nueva e incuestionable profundidad lo mismo que decía D’Annunzio: “tengo necesidad de lo superfluo”, que lo puso tan en boga y ahora es olvidable?

Domínguez Michael puede prologar la última novela póstuma de Roberto Bolaño como rastrear a un dominico excomulgado del siglo XVIII (léase su vasta Vida de fray Servando). Siempre da disparos en las repúblicas literarias. Lo hace cuando se harta de malas novelas y cuando las celebra, y sobre todo lo hace cuando su prehistoria política lo sigue removiendo contra la demagogia en las turbias aguas de la estética. Dejó atrás su pasado comunista, y también, imagino, cum grano salis, que dejó un pasado de una extraña y atormentada teología. Pero ese desencanto no se abandona. Es el antídoto efectivo en los antimodernos que no ceden a la devastación ágrafa de la melancolía, al cargo público, a la academia, a los fastos de la última tecnología (o tipografía) y mucho menos al aggiornamento de la corrección política. El lector disfrutará de este paseo de Domínguez Michael por la cultura italiana. Tengo la sospecha de que es una manera de preparar una entrada en materia. Ya no fantasma, sino carne y hueso. Ya no personaje, sino persona. Ya no retrato, sino diario de sí mismo. Porque si es cierto que toda crítica es autobiografía encubierta, ¿qué será cuando esta salga a primer plano? Nos vamos acercando. Habrá que esperar a que Domínguez publique su anunciado diario en notas a pie de página. Mientras tanto, leerlo –por el frente italiano– es una manera de no bajar la guardia. (O)