Si hubo un libro que fue reconocido, sin discusión, en España como el libro del año 2016, fue Manuel para mujeres de la limpieza, de la autora en mención. Recién traducido, pese a provenir de una discreta vida literaria a lo largo de treinta años en los Estados Unidos, ha producido admiración y sorpresa por donde ha pasado. En realidad, bajo tal nombre es una construcción de un editor y no de la autora, fallecida en 2004.

Pese a que los cuentos son reacios a quedarse en la memoria, los 43 de la colección llevan al lector de hito en hito como un vendaval de ingenio y amenidad, no reñidas para nada con la profundidad. Lucía Berlin proviene de una existencia de por sí novelizable y escribió de sus más cercanos acontecimientos, contribuyendo con ello a la preferida elección de lo que se dio en llamar autoficción (¡como si fuera posible no escribir a partir de uno mismo!).

Nacida en Alaska en 1936, la labor de su padre la obligó a cambiar de domicilio varias veces, a aprender español, a tener una vida precoz de hechos dramáticos regados con alcohol, salud inestable y emprendimientos laborales múltiples. Todo eso fue a parar a su literatura –que fue produciendo poco a poco y publicando en libros que no levantaron polvareda–. Por esas cosas inexplicables de la literatura la atención que se vuelca sobre la obra de Berlin, es póstuma.

La narrativa de esta mujer hermosa, triplemente divorciada, madre de cuatro hijos, es mordaz, humorística y fúnebre al mismo tiempo, provocadora de reacciones viscerales como la risa, la conmiseración y el llanto. Leyéndola se sufre, como tiene que haber sufrido ella en su azarosa existencia. De los trabajos a donde fue a parar por necesidad: asistenta de hogares, enfermera, profesora, brota el ramillete de cuentos que recogen actitudes y comportamientos identificables: las patronas de casa se aburren, los enfermos están embotados de tanto dolor, los talleristas tienen talento aunque estén en la cárcel.

La familia es una marca de infancia puesta sobre la piel como sello de ganado. Las niñas protagonistas –que se pueden resumir casi siempre en una sola– han tenido la desgracia de la desatención, del desarraigo, de la cercanía con el alcoholismo, y los adultos las han sometido a sus egoísmos y a su crueldad. Pero como si su estilo estuviera cerca del lojano Pablo Palacio, lo negativo se cuenta con pinceladas humorísticas. Humor negro, pero humor al fin y al cabo.

A ratos caemos en la tentación de leer el libro de la mano de la biografía por la cantidad de datos próximos. Sin embargo, el sentido común nos recomienda no perder de vista que estamos ante ficciones, que son manejadas con la libertad creativa de la autora: que es verdad que ella fue alcohólica y pudo dar cuenta de lo que era una auténtica crisis de abstinencia, pero superó el problema en su madurez; que es cierto que se educó entre El Paso, en Texas, en proximidad con Juárez y que gozó de una enorme simpatía por todo lo mexicano, pero que fue un espíritu libérrimo americano, cercano por su actitud a la literatura de Kerouac, Ginsberg y Corso.

Los cuentos de Berlin no se encasillan en una sola estructura: giran y se abren o se cierran en volteretas inesperadas. Vale leerlos.(O)