Hay dos aspectos interesantes que deben considerarse cuando un gobernante deja el poder una vez culminado el periodo para el cual fue electo; el primero de ellos se refiere a los niveles de aprobación popular, ejercicio político que adquiere singular relevancia en los momentos en que se deja el cargo presidencial pasando la posta a su sucesor. El otro aspecto que guarda relación con el primero, pero no necesariamente es una consecuencia del mismo, hace mención a la posibilidad de que el mandatario saliente pase a ser considerado, con el posterior escrutinio, uno de los presidentes sobresalientes de su nación esperando el gran veredicto de la historia.

La digna despedida de Barack Obama de su cargo de presidente de Estados Unidos nos permite tener una identificación clara de los momentos antes descritos; Obama deja su cargo con un nivel de aprobación del 60%, alto por cierto pero sin superar los niveles alcanzados por Clinton (66%) y Reagan (64%); por otra parte, el 25% de estadounidenses piensa que Obama será recordado como uno de los más grandes presidentes en la historia de dicho país, mientras que el 11% pensaba que Reagan formaría parte de dicha lista ilustre y un 11% estimaba lo mismo de Bill Clinton. Debe quedar claro que el hecho de que la gente tenga tal apreciación en estos momentos no necesariamente implica el visto bueno de la revisión histórica, pues esta es cruda y fría a la hora de realizar la evaluación; pero resulta inobjetable que ayudará mucho la circunstancia de que el pueblo, al dejar el cargo, estime que el expresidente será recordado de forma notable.

Hay otra perspectiva que merece ser también analizada y que se refiere a la percepción que tiene el propio gobernante de su mandato. En otras palabras, ¿qué piensa el presidente de su gobierno, ha hecho un gran gobierno, considera que pasará a la historia como un estupendo estadista o tendrá la hidalguía y humildad para aceptar que su gestión finalmente dejó mucho que desear? En ese contexto, Barack Obama ha dejado lecciones valiosas de cómo despedirse con clase, sin aspavientos, sin estridencias, obviamente reconociendo –y queriendo que se le reconozcan– los logros de su gestión, más allá de las críticas y equívocos que pudiesen darse al respecto. Obama no se ha jactado de su inefabilidad, ni mucho menos ha sugerido que su gobierno estaba destinado a convertirse en leyenda o, lo que es peor todavía, que era ya leyenda quién sabe coronada de qué aura celestial. Obama es demasiado inteligente para saber cómo paga la soberbia.

En el caso de nuestro país, debemos esperar unos meses para saber cuál es el veredicto ciudadano respecto del desempeño del presidente y si es que acaso se piensa que algún día será recordado como un gran mandatario. Curiosamente, no hay que esperar hasta mayo para conocer lo que piensa el presidente de su propia gestión, demasiado brillante para ser opacada, demasiado única para ser comparada, demasiado perfecta para ser criticada. Para algunos, la soledad luego de dejar el poder debe ser dura, muy dura. (O)