Ana Rosa Valdez *

Luego de una prolongada demora, la Ley Orgánica de Cultura no sólo nos llega tarde, sino en mal momento. En pleno período electoral, resulta difícil imaginar su destino a mediano plazo. Al término de un período de Gobierno que no logró sentar bases institucionales para el funcionamiento del campo cultural, la ley nos enfrenta a un nuevo abismo: la exclusión de los actores culturales en la construcción del próximo escenario institucional, que estará regido por nuevas normativas legales.

Hace pocos días se reavivó en redes sociales el problema de los museos públicos, a propósito de la disposiciones de la nueva ley. Un señalamiento importante tuvo que ver con la Red de museos que, según indica el artículo 34, “estará integrada por el Museo Nacional, que lo preside, los museos públicos en todos los niveles de gobierno, los museos eclesiásticos, comunitarios y privados que voluntariamente quieran formar parte de la Red”. En la actualidad, esta red existe como mera formalidad, pues las líneas de la gestión museal que se desarrollan a nivel nacional se establecen desde la matriz del Ministerio de Cultura y Patrimonio, ubicada en Quito.

La ley refuerza esta jerarquía y el centralismo, al atribuir al Museo Nacional la competencia de liderar la red, en lugar de desconcentrar la toma de decisiones, por ejemplo, a través de consejos directivos para cada museo, o cualquier otra forma de ejercicio de autoridad menos vertical. Lo propio ocurre con los demás “repositorios de la memoria social”: el Archivo Histórico Nacional –ubicado en Quito– presidirá la Red de Archivos Históricos, y la Biblioteca Nacional –también con sede en la capital– presidirá la Red de Bibliotecas.

Esta concentración de poder, que incide en la autonomía de los museos del Ministerio de Cultura y Patrimonio, no es reciente. En el año 2010, cuando comenzó la transición de las áreas culturales del Banco Central del Ecuador al actual ente rector de la cultura, también se transfirió a Quito el poder de decisión en la gestión de los museos. El traspaso de bienes culturales y patrimoniales culminó recién en el 2015, es decir, en un período administrado por cinco ministros. En este tiempo de inestabilidad institucional, surgieron distintas directrices políticas y técnicas, que afectaron el normal desarrollo del proceso, y ocasionaron problemas en la gestión política, financiera y técnica de los museos públicos.

Un grave inconveniente, por ejemplo, apareció con el Estatuto Orgánico de Gestión Organizacional por Procesos del Ministerio de Cultura, expedido en el 2012. En este documento, emitido mediante resolución ministerial, no se incluyó a la Dirección Regional de Guayaquil. Se quedaron fuera de la estructura organizacional todos los museos, centros culturales y archivos de la costa ecuatoriana que, sin parámetros institucionales formales, y al igual que los demás museos heredados del Banco Central, están en un estado de precariedad, sin los presupuestos y equipos técnicos necesarios para su óptimo funcionamiento.

No podemos permitir que, nuevamente, la toma de decisiones sea un privilegio para las instituciones de la capital, más aún cuando se plantea que el liderazgo de la Red de museos sea ejercido por una institución fantasma, como el Museo Nacional.

Es necesario cuestionar todas las formas de autoridad que atentan contra “la descentralización y desconcentración de la institucionalidad del sector cultural”, que incentiva la misma ley en su tercer artículo. No podemos permitir que, nuevamente, la toma de decisiones sea un privilegio para las instituciones de la capital, más aún cuando se plantea que el liderazgo de la Red de museos sea ejercido por una institución fantasma como el Museo Nacional. De ella sólo tenemos los recuerdos de su pasado y una infraestructura rehabilitada: este museo aún se mantiene cerrado, a pesar del largo proceso de reestructuración que lleva más de una década. En este tiempo, se han contratado múltiples consultorías, pero el único evento de socialización ocurrió el año pasado. Se presentaron los posibles ejes temáticos del guión museológico, y algunas preguntas reflexivas en torno a variadas problemáticas. Los especialistas convocados en este encuentro cuestionaron, de forma unánime, la categoría de lo “nacional”, y coincidieron en que este museo no podía atribuirse, en pleno siglo XXI, tal apelativo. Los participantes aportaron, además, con sus conocimientos y experiencias a una visión amplia y renovada del museo. Pero las memorias de aquel suceso aún no han sido publicadas.

Los ciudadanos no contamos, aún, con mecanismos que faciliten el acceso a éstas y otras memorias institucionales, por ejemplo, las del Banco Central del Ecuador, o las consultorías previas que se contrataron para la reestructuración de ese museo. Ciertamente, la carencia de institucionalidad se revela en la ausencia de archivos públicos que permitan, incluso, a los mismos funcionarios conocer sus antecedentes. Ojalá que el Sistema Integral de Información Cultural, que se menciona en la ley, se ocupe en resolver esta precariedad que nos limita a dar vueltas siempre en el presente, en los mismos lugares, en contra de la naturaleza histórica y la construcción colectiva de las instituciones culturales.

El nuevo abismo al que nos lanza la Ley Orgánica de Cultura es inminente. Sin la participación de los actores culturales en la creación del reglamento y las normativas institucionales, es decir, sin una fuerte base social que sustente la ley, ésta flotará en el vacío, se convertirá en letra muerta. Y los museos seguirán albergando fantasmas e incertidumbres.

*Curadora y gestora cultural. Exdirectora de Artes Visuales del Ministerio de Cultura y Patrimonio en el 2015 y exdirectora Cultural de Guayaquil Encargada en el 2016. (O)