Decía Joseph Conrad que “el autor solo escribe la mitad del libro, de la otra mitad debe ocuparse el lector”. Inicio con esta frase porque muestra la importancia y el límite del artista en su relación con los consumidores de su obra. Y aprovecho para contarles que con esta columna celebro mi vigésima publicación, por lo que he decidido hacer un escueto honor a los escritores.

Obviamente, a estas alturas no me voy a poner a describir mi amor, pasión titánica, por la literatura, me parece que con lo poco que he escrito lo he podido traslucir. Pero es una “amante cruel”, como diría Ruiz Zafón. La literatura, todavía más cuando se da el paso a escribir, se vuelve algo vital. No solo por las ideas interesantes o las historias que secuestran nuestra adrenalina y nuestro tiempo. Se vuelven vitales porque los relatos los sentimos en nuestra piel, con esa felicidad y esa angustia consecuencia de identificarnos con los protagonistas, de quererlos, de perdonarlos, de compadecerlos. Recuerdo cuando leí Tonio Kroger, un cuento autobiográfico de Mann, impactante, “porque el arte se lo debe pagar con la propia vida,” exclama el protagonista. El escritor ha sentido lo que escribe. Sus palabras van salpicadas de sangre. La pequeña obra trata del camino del artista en su debatirse por aceptar su condición, su sensibilidad, su incomprensión: su misión.

Así que esta es una manera de mostrar ese lado (muchas veces desconocido) del proceso de alumbramiento del arte. Esos seres que cuando les preguntan a qué se dedican y contestan que a escribir, los tachan de vagos; y cuando publican algo que rasguña las entrañas y los nervios de los lectores, que regala un trozo de realidad, se vuelven héroes inusitados. Esos seres, si bien llenos de pasión por sus páginas, se debaten entre el sentido y el sin sentido, queriendo transmitir esperanza, rosas, aunque lo único que los rodee sean gritos y frío.

Pero con todo lo dicho, tampoco hay que confundir la literatura con un lloriqueo. Más bien, salvando los elementos (¿esenciales?) recién mencionados, “la literatura no es un pasatiempo ni una evasión, sino una forma –quizá la más completa y profunda– de examinar la condición humana”, recitaba Sabato. De allí la importancia del escritor. Quizá la lejanía de un razonamiento sobre la maldad de un asesinato no sea tan efectivo para alcanzar la realidad de la genuina perversión del mismo, como parece lograrlo Dostoievski. Porque la literatura sumerge sus manos en la tibia viscosidad de lo existente: la sangre en las manos de Raskólnikov, el hacha golpeando el suelo estruendosamente. La literatura no simplifica, ni se pervierte tan fácilmente como la razón. Multiplica. Colores, olores, crisis psicológicas; todo en el hombre es una cosa.

Finalmente me lanzo a agradecer a Diego A. Jaramillo, escritor colombiano, que ha sido un gran motivador y ha jalado las orejas de mi romanticismo; a Leonardo Valencia, escritor guayaquileño, inspiración de mi generación y un amigo; y a Nila Velázquez, que me abrió las puertas y que con su sencillez me ha enseñado tanto en el proceso de escritura, respetando mis primeros aletazos. (O)