Leo siempre la página de los Lectores. Hace poco despertó mi atención una carta de Julio César Ubilla Abad en la que comentaba el silencio, la paz, la tranquilidad que reinan en Puerto Ayora. Vivimos la era del insoportable ruido. El silencio de los amantes es privilegio cuando huelgan las palabras y los ojos saben decir lo que callan los labios. El silencio, cuando amamos, es el silencio de todo lo que no es el ser amado, cuando, en un beso, respiramos con los pulmones de nuestra pareja, llegando a la raíz de la vida misma. Creo que necesitamos años de amor para llegar a ello, si se pudiera decir con palabras lo que expresa el silencio ya no sería silencio. Todos conocemos aquellos momentos inefables en que algo dentro de nosotros pide expresarse por intuición, por la fuerza misma del sentimiento. Suele ser tan intenso que hasta duele; muchas veces el te amo que nace de ahí es insuficiente para llevar toda la carga del mensaje secreto. Amor que rompe barricadas, volatiliza obstáculos, pulveriza prejuicios, amor que hace añicos los tabúes, evapora temores, hace añicos las incertidumbres, desafía, reta, arrostra, afrenta, no sabe de tiempo ni de edad.

Sabemos que el silencio absoluto no existe, intentamos vivir en un ambiente tranquilo sin los excesivos ruidos que nos propina la civilización. Al llegar la noche se hacen más notorios el chirriar de unas llantas, la bocina de un auto, el ladrido de un perro, la alarma interminable de algún vehículo. Chirridos, estridores, chasquidos, crujidos, ronquidos, silbidos son los que nosotros producimos dentro del hogar. De noche, a solas con nosotros mismos, seguimos escuchando extraños zumbidos que corresponden a nuestro propio organismo: respiración, latidos, pulsaciones, más aquel siseo constante en nuestros oídos. La meditación profunda nos permite ir al encuentro de nuestro ser, al que muy poco conocemos. Es evidente que no buscamos el silencio absoluto en nuestra vida diaria sino la eliminación de los ruidos no deseados. Seguimos viendo cuando cerramos los ojos, las retinas tienen dentro de sus propias pantallas manchas, luces. No podemos vivir sin las perpetuas interrupciones que producen los celulares, los televisores o radios, los acondicionadores de aire, el bullicio callejero; sedimentamos ruidos en nuestro propio subconsciente, solo notamos que existen cuando por algún motivo se interrumpen. El compositor Shostakovich escribió al violonchelista Rostropovich: “Ven a verme, nos callaremos un rato”.

Amar es estar atento. La vida es un tobogán. El silencio ansioso de la bajada sirve de preparación para la siguiente subida. Muchas personas necesitan ruido, bullicio social, largas sesiones en el celular, música a insufrible nivel. Lo más insoportable es el tunning. La excesiva personalización de un vehículo puede exigir un sinnúmero de bocinas capaces de producir un volumen bárbaro, es decir, salvaje. Entonces de pronto nos ponemos los audífonos, solo pueden ingresar a nuestro mundo Bach, Mozart, Mahler, Ella Fitzgerald, Amy Winehouse, Edith Piaf. Lo que preferimos. Más avanza la llamada civilización, más difícil es poder encontrar el silencio. Quizás por eso amo las catedrales, las mezquitas, las sinagogas, los templos budistas cuando no hay nadie adentro. (O)