Se ha comenzado a escribir poesía, artículos deportivos y noticias de negocios con programas informáticos. El Watson de IBM está componiendo éxitos del pop. Uber ha empezado a desplazar taxis con piloto automático en calles reales de algunas ciudades y, el mes pasado, Amazon entregó su primer paquete por medio de un dron a un cliente en el campo inglés.

Si se suma todo, uno se da cuenta rápidamente de que la elección de Donald Trump no es lo único que hoy está afectando a la sociedad. La perturbación muchísimo más profunda se está dando en el centro de trabajo y en la economía en general, a medida que la marcha implacable de la tecnología nos ha traído a un punto en el que las máquinas y los programas informáticos no solo tienen más capacidad de trabajo que nosotros, sino que han empezando a pensar con mayor rapidez en cada vez más campos.

Para reflexionar sobre este cambio rápido, así como para conocer su opinión, me senté a conversar con mi maestro y amigo, Dov Seidman, un alto ejecutivo de LRN, la cual asesora a empresas en liderazgo y en cómo forjar culturas éticas.

“Lo que estamos experimentando hoy en día tiene una asombrosa similitud en tamaño e implicaciones con la revolución científica que comenzó en el siglo XVI”, anotó Seidman. “Los descubrimientos de Copérnico y Galileo, que impulsaron esa revolución científica, cuestionaron todo nuestro entendimiento del mundo que nos rodea y lo que está más allá; y nos obligaron, en tanto humanos, a replantearnos nuestro lugar en él”.

Una vez que se consagraron los métodos científicos, usamos a la ciencia y la razón para abrirnos paso, añadió, tanto así que “el filósofo francés René Descartes cristalizó esta edad de la razón con una frase: ‘Pienso, luego existo’”. El punto de Descartes, señaló Seidman, “era que nuestra capacidad para ‘pensar’ es lo que más distingue a los humanos de todos los demás animales en la Tierra”.

La revolución tecnológica del siglo XXI es tan significativa como la revolución científica, arguyó Seidman, y nos “está obligando a responder una interrogante de lo más profunda; una que nunca antes habíamos tenido que plantearnos: ‘¿Qué significa ser humano en la edad de las máquinas inteligentes?’”.

En resumen: si las máquinas pueden competir con las personas en pensar, ¿qué es lo que nos hace ser únicos a nosotros, los humanos? ¿Y qué nos permitirá continuar creando valores sociales y económicos? La respuesta, dijo Seidman, es la única cosa que las máquinas nunca tendrán: “un corazón”.

“Será todas las cosas que un corazón puede hacer”, explicó. “Los humanos pueden amar, pueden sentir compasión, pueden soñar. Mientras los humanos pueden actuar por miedo y enojo, y ser perjudiciales en su máxima expresión; pueden inspirar y ser virtuosos. Y, si bien las máquinas pueden interoperar confiablemente, los humanos, en forma exclusiva, pueden forjar relaciones profundas de confianza”.

Por tanto, añadió Seidman, “es necesario redefinir el más alto autoconcepto del ‘Pienso, luego existo’ al ‘A mí me importa, luego existo; espero, luego existo; imagino, luego existo. Soy ético, luego existo. Tengo un propósito, luego existo. Me detengo y reflexiono, luego existo’”.

Seguiremos necesitando mano de obra y la gente seguirá trabajando con máquinas para hacer cosas extraordinarias. Seidman, simplemente, está argumentando que la revolución tecnológica obligará a los humanos a crear más valor con el corazón y entre corazones. Yo estoy de acuerdo. Cuando las máquinas y los programas informáticos controlen cada vez más nuestra vida, la gente buscará más conexiones de un humano a otro; todas las cosas que no se pueden descargar, sino que se tienen que subir a la antigüita, de un humano a otro.

Cuando las máquinas y los programas informáticos controlen cada vez más nuestra vida, la gente buscará más conexiones de un humano a otro; todas las cosas que no se pueden descargar, sino que se tienen que subir a la antigüita, de un humano a otro.

Seidman me recordó un adagio talmúdico: “Lo que sale del corazón, entra al corazón”. Que es el porqué hasta los empleos que todavía tienen un enorme componente tecnológico, se beneficiarán del corazón. Lo que yo denomino empleos STEMpatía –empleos en los que se combinan habilidades en STEM (siglas en inglés para ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) con la empatía humana, como el médico que puede obtener el mejor diagnóstico de cáncer con el Watson de IBM y, luego, relacionarlo al paciente de la mejor forma–.

No sorprende que una de las franquicias estadounidenses de crecimiento más rápido hoy día sea Paint Nite, que opera las clases para adultos de pintura mientras se bebe. Bloomberg Buinessweek explicó, en un artículo que publicó en el 2015, que Paint Nite “organiza fiestas después del trabajo para clientes que son, en su mayoría, abogados, profesores y empleados en tecnología, ansiosos por tener un pasatiempo creativo”. Los profesores artistas que trabajan cinco noches a la semana pueden ganar 50.000 dólares al año, conectando personas a su corazón.

Se etiqueta a las economías según la forma predominante en la que las personas crean valor, señaló Seidman, también el autor del libro How: Why How We do Anything Means Everything (“Cómo. Por qué el cómo hacemos cualquier cosa lo significa todo”). Entonces, la economía industrial, notó, “se trató de la contratación de la mano de obra. La economía del conocimiento se trató de contratar cerebros. La revolución tecnológica nos está lanzando a la ‘economía humana’, que se tratará más de crear valor con corazones contratados –todos los atributos que no se pueden meter en un programa informático, como la pasión, el carácter y el espíritu de colaboración–”.

No sorprende que el Gobierno francés empezara a requerirles a las compañías francesas que a partir del uno de enero garantizaran a sus empleados el “derecho a desconectarse” de la tecnología –cuando no están en el trabajo– para tratar de combatir la cultura laboral de “siempre conectado”.

Los dirigentes, negocios y comunidades seguirán aprovechando la tecnología para ganar ventaja, pero quienes pongan la conexión humana en el centro de todo lo que hagan –y de cómo lo hacen– serán ganadores perdurables, insistió Seidman: “Se puede programar a las máquinas para que hagan bien lo que sigue. Pero solo los humanos pueden hacer bien lo siguiente que es correcto”. (O)

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