Realidades dispares en este fin y comienzo de año. La discoteca Reina en Estambul, a orillas del Bósforo. Cientos de personas, la mayoría jóvenes, pasan controles rigurosos, pues quieren recibir el Año Nuevo en medio de bailes, conversaciones y tragos. La alegría y el bullicio, sin embargo, son interrumpidos por un hombre vestido de Papá Noel, que aparece entre los ruidos y humo del centro de diversión más famoso de la ciudad turca y abre fuego contra los presentes, dejando al menos 39 muertos y 69 heridos, que con el correr de las horas pueden ser más.

En otras zonas, miles de refugiados esperan ser devueltos a sus países de origen porque no tienen papeles que los amparen y esta tierra nuestra dividida en fronteras y países no les da cabida. Pues hay locos terroristas disparando en nombre de Dios, de la cultura, de las armas, del dinero, del rencor y del odio. Los expulsados por guerras y pobreza se transforman en peligro público para los países por donde transitan sin rumbo, sin ropa, sin casa.

En nuestro territorio, la Amazonía devastada, sus riquezas codiciadas y explotadas, sus habitantes amenazados en función de un bien considerado mayor, planificado desde palacios de gobierno y oficinas de empresas transnacionales, sus habitantes despreciados en función de sus costumbres y vestimentas, las ciudades militarizadas.

Mientras los fuegos artificiales llenan de alegría el cielo y los rostros de los niños, y de bruma y ceniza las riberas del estero Salado, donde las garzas enloquecidas se estrellan contra el agua y los pichones de azulejos caen de los nidos cuando sus madres se estremecen en un batir de alas devastador.

Al mismo tiempo, en Viena, el concierto de la Filarmónica, dirigida por Gustavo Dudamel, de 35 años, que dirige sin partitura, con una alegría y concentración desbordantes, acapara la atención de más de 50 millones de personas en el mundo que se deleitan con la armonía de la música. Ella transparenta más el espíritu humano que todos los ataques y locuras de miles de fanáticos políticos y religiosos, que quieren hacer el mundo a su imagen y semejanza y siembran daño, miedo, muerte y desesperanza.

Más cerca nuestro, en el barrio en que vivo en Guayaquil, algunos vecinos esperaron el Año Nuevo pasándose una luz sostenida en las manos mientras decían a la persona que tenían al lado lo que admiraban de ellas. Había que ser breve y eso requería poder de síntesis y veracidad. Tarea comprometedora sobre todo si era su pareja de muchos años y no se debía decir nada negativo.

Esa declaración de amor pública, en que una palabra no sentida era como la nota falsa en un concierto, obligó a un esfuerzo de introspección no siempre habitual en sectores populares, puso rostros sonrojados y lágrimas en muchos ojos. Y también alegría y perplejidad. Y dio alas para continuar seguros de que son queridos y los quieren.

Como humanidad avanzamos en espiral, abriéndonos al infinito o convirtiéndonos en remolinos centrados en nosotros mismos, semejantes a agujeros negros que engullen y desaparecen todo lo que se atraviesa en su camino. Depende dónde está el centro de nuestro accionar: en el atropello, la ambición, la corrupción y la violencia, o en el amor, la equidad, la justicia, el respeto, la fraternidad y la belleza. (O)