Las verdades comunes nos obligan a repetirnos: la vida no cambia al ritmo del calendario. Un día antes o muchos después solo son fechas. Pero las sociedades necesitamos organizarnos en torno de números, de la sensación de orden que brota de ellos, exactamente como cuando arreglamos el escritorio y los papeles apilados en conjuntos nos animan a creer que hemos ganado en eficiencia.

Las calamidades del 2016 llevaron a algunos usuarios de las redes sociales a gritar: “¡Acábate!”, en la implícita fe de que vendrían mejores tiempos por el solo hecho de iniciar la cuenta de un nuevo año. Ilusiones que brotan de las arraigadas carencias y de los ancestrales temores del alma humana. Lo que dicta la razón no calza con los vaivenes psicológicos de quien se siente acosado por malestares externos e internos y anhela su superación.

Sobre esta base tenemos a nuestro alcance la programación y la planificación de las acciones. En ello radica la inteligencia de los gobiernos de cualquier institución por mínima que sea: planificando la vida individual conquista logros, la familiar cumple etapas, la organizacional alcanza con lo que ofrece a las comunidades. Y allí sí mandan los periodos a plazo fijo, los calendarios y los horarios que se autoimponen los ejecutantes, porque no hay mejor medidor de los proyectos que la conciencia personal.

La idea de terminación, por tanto, es pasajera. Representa un alto para medir los esfuerzos, para hacer balance de un periodo y constatar los aciertos y las equivocaciones. Se impone la idea del renacimiento, del volver a empezar porque desde lo nuevo se yerguen los renovados sueños. No descartamos las caídas definitivas –que lo diga este 2016 lleno de los luminosos nombres de los caídos– pero esas, siempre individuales por todo cuanto de individual tienen las personas, por lo incompartible de la muerte, operan como impulsores de los demás. Nos apura el paso a los que quedamos para agostar el camino propio en hechos, pensamientos o palabras que tengan algún sentido.

Renacidos para continuar. Dándole lustre a la burbuja de los planes. Hurtándole minutos a esa combinación de tareas y placeres que es la vida, para reparar en que lo instantáneamente vivido puede ser lo último, lo más preciado. Ningún caparazón es lo suficientemente grueso para evitar que ingrese la voz de los demás. De esos clamores emerge también la chispa de la motivación. Avanzamos en cadena, empujamos y somos empujados. La soledad no tiene rostro cuando nos miramos desde nuestra cara social.

Y como veo la vida desde las palabras, recuerdo que en ellas se produce de clara manera la dinámica de agonizar y renacer, de salir del uso e ingresar a paso de vencedores. ¿Acaso “darse postín” queda en la memoria de alguien, que significaba “darse importancia”? ¿Lo remplazó nuestro montubio “entró pelando gallo”? ¿O tal vez nos quedamos con la simpleza de “es un bacán”, “que bacanea”?

La copiosa vida del idioma es un terreno idóneo para metaforizar la dialéctica de los seres humanos y de las sociedades. La presencia o ausencia de cada término configura en cada momento la imagen de la humanidad total. (O)