Una de las dedicatorias más estremecedoras de la literatura es la de Thomas Wolfe al inicio de su descomunal novela Del tiempo y el río, dirigida a Maxwell Perkins: “A un gran editor, hombre honrado y valiente que ayudó a atravesar al autor por tiempos de amarga desesperanza y duda y no lo dejó rendirse al desaliento, está dedicada esta obra titulada Del tiempo y el río, con la esperanza de que toda ella sea de alguna manera digna de la fiel devoción y del cuidado paciente que este intrépido y firme amigo ha prestado a cada una de sus partes, sin los cuales ninguna de ellas hubiera podido ser escrita”.

Luego vienen a continuación más de mil páginas en las que el protagonista, Eugene Gant, se marcha en un tren de su pueblo hacia la universidad y luego –como un joven Fausto– continuará su viaje a Europa. La leí a los veinte años y nunca olvidé el impacto de esa dedicatoria –y del lenguaje de Wolfe–, así como tampoco a Gant mirando el paisaje vastísimo por la ventana de su vagón de tren, y dos o tres frases –una de ellas hablaba de los “few birds sang” en las clases del profesor Hatcher, otras hablaban de la ansiedad y la furia de los veinte años. Ahora que se ha estrenado la película El editor de libros, basada en la relación entre Thomas Wolfe y su editor, justamente Maxwell Perkins, quizá muchos espectadores querrán leer la novela y conocerán ese trabajo silencioso del editor al que quiso homenajear con su dedicatoria.

Retuve siempre la idea del editor que daba Wolfe. Cuando me tocó conocer a editores, quizá quise encontrarme con individuos parecidos. Por supuesto, nunca hubo uno parecido. Sí los hubo cómplices por una parte, obsesivos en las correcciones por otras, casi fantasmales y burocráticos en otras, generosos algunas veces y otras tacaños, y en muy pocas ocasiones han terminado siendo grandes amigos, asunto que no recomiendan a los escritores, pero que yo sí recomiendo: es mejor perder un editor y ganar un buen amigo. En cualquier caso, son hombres y mujeres de carne y hueso como todos, y es más bien cuestión de azar caer en buenas o malas manos. Mientras que a Wolfe la estrella de Perkins lo iluminó, distinta fue (en la ficción) la suerte de Lucien de Rubempré, protagonista de Las ilusiones perdidas de Balzac, por el mezquino editor con que topó en su llegada a París. No menor suerte fue la de Frédéric Moreau en La educación sentimental de Flaubert. Y en la realidad hay casos y más casos sobre los que se han extendido escritores (nada satisfechos con ellos) como Herman Melville, Thomas Bernhard o Javier Marías. Y mientras en nuestro siglo de megacorporaciones y best sellers los editores parecen adquirir los rostros de furibundos e impersonales mercaderes de libros, a quienes yo he podido conocer más bien destacan por un amor al libro y hasta por una vocación de sacrificio por las obras en las que apuestan. Aun a precio de estrecheces económicas, de mil piruetas para publicar, se siguen esforzando con una pasión que puede ser diferente en contenido a la de un escritor pero que no es de distinto grado: entregan su vida. Suelen estar ubicados al margen de los grandes centros editoriales, y, sobre todo, en mi idea mítica ciertamente influida por la impronta de Wolfe, son el gran aliento para un escritor, ese amigo y cómplice que tiene la visión para entender y apoyar un libro o un trabajo que el mundo no ha pedido pero que, tarde o temprano, encontrará sus lectores y su sitio.

Ahora que se ha estrenado la película El editor de libros, basada en la relación entre Thomas Wolfe y su editor, justamente Maxwell Perkins, quizá muchos espectadores querrán leer la novela y conocerán ese trabajo silencioso del editor al que quiso homenajear con su dedicatoria.

En este contexto, no quería dejar de mencionar el trabajo de una editorial española que ha tenido siempre una mirada puesta en Latinoamérica y en uno de los géneros de mayor dificultad comercial, como es la poesía. Me refiero a la editorial Pre-Textos. En su colección de poesía han aparecido poetas latinoamericanos de excepción como José Watanabe, Antonio Cisneros, Eduardo Chirinos, Eugenio Montejo, Carlos Germán Belli, Juan Manuel Roca, Darío Jaramillo Agudelo o Gustavo Guerrero, entre muchos más. Junto con la editorial Visor, la historia de la poesía latinoamericana y española de los últimos treinta años se la puede seguir en estas dos colecciones de poesía. Ahora Pre-Textos ha publicado simultáneamente una notable y bien cuidada antología de la poesía del ecuatoriano Edwin Madrid, titulada Todos los Madrid, el otro Madrid, y en su colección de narrativa la última novela de Javier Vásconez, Hoteles del silencio. Esto inaugura un espacio para la literatura ecuatoriana en este sello. Pre-Textos ha sido también el difusor de autores europeos y centroeuropeos de primera línea, desde Maurice Blanchot a Jean Amèry, Gilles Deleuze o Giorgio Agamben –muy destacada su colección de ensayo filosófico y de traducción de clásicos, como Conrad o Henry James. A la cabeza de esa editorial están Manuel Ramírez, Silvia Pratdesaba y Manuel Borrás. Solo conozco a Borrás. Nunca ha sido mi editor, pero he ganado en él un amigo (por algo recomiendo el trueque). Su curiosidad es incesante por lo que pasa en Latinoamérica. Más de una vez se ha tenido que echar para atrás en proyectos que habrían sido reveladores por culpa de trabas de herederos y mil peripecias más. Pero no ceja en su esfuerzo y en su capacidad de lectura. Miles de títulos publicados lo demuestran.

En el escenario actual en el que los grupos financieros han travestido a editores en gerentes de mercado y que incitan a escritores –y algunos de estos se someten– a aplanar el riesgo y la curvatura de sus libros, es un aliciente que haya editores como los de Pre-Textos. Busquen los libros de Edwin Madrid y de Javier Vásconez y verán allí como estos dos autores ecuatorianos han encontrado, acá lejos, en España, editores leales y valientes que están dando a conocer las palabras de Latinoamérica. (O)