Los deseos y las proclamaciones de paz de estos días no bastan para conseguir el balsámico efecto en los espíritus. Podrán las familias y los individuos diseñar su mínimo recorte espacial de bienandanza, pero no conseguirán el aislamiento necesario para dejar afuera los ecos contaminantes de la guerra del mundo contra el mundo.

Lastima el alma la sola idea de que el beneplácito propio contraste con la tristeza ajena por decir lo menos. Por no decir con la desgracia, con la miseria. Por experimentar inseguridad tocando la puerta de nuestra misma casa o viviendas al otro extremo del planeta.

Resulta imposible cerrar la cúpula de nuestro hábitat por encima de seres anestesiados frente a la diversa problemática que hiere los cuatro costados de la vida. Pero si no lo hacemos, caemos en picada en los abismos de la congoja y la depresión. Difícil dilema que enturbia cualquier alegría bien ganada, cualquier rasgo de bienestar que sabe a privilegio.

La proliferación de reuniones de estos días se hace en nombre de la amistad y el entendimiento, pero no pueden eliminar los temas problemáticos en la conversación. Por tanto, el diálogo se tiñe de las incomodidades, temores y rabias que ha producido este año y que parecen no tener mengua simplemente porque vaya a iniciarse otro.

Por todo lo dicho, los columnistas la tenemos difícil a la hora de decidir de qué escribir. O nos salen artículos duros y negativos, hasta quejumbrosos, o nos sentimos tentados a edulcorar la realidad para que no nos sientan tan amargos. Buscamos a tientas el punto medio, la razón de la esperanza, el ingrediente que avizore mejores días. “Debe haber, debe haber” dice la obstinada confianza en la sobrevivencia, sin hacerle caso a los políticos, expertos en ofrecer mejoras en medio de la estela de corrupción que van dejando a su paso.

Pero pertenecemos a una especie provista de compleja vida psíquica. Allí se anida en ansia de permanecer, el miedo a la muerte, la angustiada mirada al porvenir de nuestros descendientes que ningún vaticinio apocalíptico o cientificista (no habrá agua, se reducirá la fertilidad de los campos) puede anular. Los temores se evaporan con subterfugios inmediatos, con la alegría momentánea y seguimos creyendo que estamos constituidos para ser felices.

Y repetimos los deseos, formulamos los augurios más generosos porque pese al anhelo de inmortalidad, la vida es una sola, el tiempo veloz, y de pronto, sin casi sentirlo estamos de salida. Esta es la mayor constante de la vida humana. Ser para dejar de ser, ser constructores de obras para luego caernos nosotros mismos.

La paz es un anhelo férreo, pero ¿sabemos levantarla? ¿Acaso la nimiedad del día no se nutre de una especie de ola furiosa que vamos empujando con la conducta de cada uno? Las voces que nos vienen desde arriba la mayoría de las veces son iracundas y displicentes, el conductor que se nos cruza en el camino viene agresivo, el que se nos salta en la fila provoca nuestro furor, el abandono de reglas y leyes genera violencia.

Todo esto, amigos, para desearles paz, la paz que es resultante de la bondad y de la justicia. (O)