En esta época en que normalmente se invoca a la paz y al amor como aspiraciones mayoritarias, el mundo parece haberse decidido a empeorar las crisis que desató durante los otros once meses del año.

El mundo se ha vuelto loco en el mes de diciembre. El mundo está en guerra.

No la guerra como la que los mayorcitos estudiábamos en la primaria, como la del célebre desembarque a Normandía  o el bombardeo a Hiroshima. Eso era guerra.

Si usted vivía en una ciudad castigada por la guerra, usted tenía un grave problema. Su país sabía que sus ciudadanos corrían peligro, incluso con estrategia y régimen de austeridad, la economía se debilitaba y se pasaba hambre.

Los objetivos bélicos estaban casi siempre identificados y vinculados al origen del conflicto. O al menos existía una justificación para vincularlos.

Hoy, mi querido lector, usted puede estar parado en cualquier esquina del mundo y recibir un bombazo sin saber ni siquiera quién lo hizo estallar. O contemplar cómo se atenta masivamente contra los derechos básicos de la manera más campante, sin que nadie se atreva a protestar siquiera.

Los soldados ya no son varones fusil en mano, sino muchachillos reclutados a través de juegos de video que creen que matando en vivo y en directo tendrán la mejor batalla de sus vidas. Los objetivos bélicos actuales son sitios de tránsito para turistas, mercados, lugares de diversión, escuelas.

En un mismo territorio conviven la población civil, los extremistas, los militares, los aliados, los rebeldes. Todos bajo el mismo cielo, sin saber probablemente de qué lado viene la bala que acabará con sus vidas.

A ello sumemos un éxodo de incontables individuos en condiciones de desesperante necesidad, que asfixia la economía de varias ciudades fronterizas y pone en jaque la capacidad de los gobiernos para darles atención.

La guerra se centra en debilitar la conciencia de las masas y en hacer olvidar a la juventud su rol como protagonista del cambio positivo. Ya no hay héroes entre las filas de los “buenos”.

La modernidad nos tiene apurados, siendo espectadores y cómplices a través del silencio y la conformidad. Nos jactamos de nuestro estado de civilización, pero no hemos sido capaces de encontrar mecanismos para mantener bajo control las causas que nos llevan a este abismo ni de generar soluciones para los problemas que ellas causan.

Con mucho dolor, sin palabras para solidarizarme con tantas personas que viven momentos de angustia y desolación, me uno en la plegaria que sin distingo de credo debiéramos elevar todos por aquellos que no tendrán una Navidad feliz ni tampoco la ilusión de comenzar un nuevo año.

En el mundo entero no caben el silencio y el luto por las víctimas de la violencia. En mi América Latina no caben el silencio por las víctimas de la corrupción y el despilfarro. En ambos casos, la esperanza peligra para las grandes mayorías.

Hago votos porque aun en medio del horror que vivimos en nuestro mundo de hoy descubramos la verdadera dimensión del amor y de la paz que trae la Navidad, y que estas fiestas sean el inicio de la esperanza en un mundo mejor. (O)