Cuentan que un policía de Nueva York detuvo un Mercedes Benz que rodaba a excesiva velocidad, se acercó al conductor, le pidió su licencia. El infractor entonces alzó la voz: “¿Quién se cree usted? ¿No sabe quién soy yo?”. El agente ignoró el grito, llamó por walkie-talkie a la Central, dijo: “Hay aquí un caballero que no sabe quién es él, me lo acaba de preguntar”. Recordé aquella anécdota al enterarme del escándalo provocado por una exjueza en un restaurante.

Quien usa aquella frase: “¿Usted no sabe quién soy yo?” tiene el ego trastornado por una intolerable prepotencia. A veces nos ocultamos detrás de un título, una insignia en la solapa, una placa oficial en el auto, una condecoración, una tarjeta. Pero al final ¿quiénes somos? Pues, seres mortales, a veces detentores de algún poder terrenal, una cuenta bancaria hipertrofiada, un apellido rimbombante. Una vez metidos en nuestra caja de madera, se nos apagan las ínfulas, lo que fue una envoltura bien cuidada se vuelve cenizas o se convierte en bulto putrefacto. A partir de aquel momento no somos más que dos fechas, las del nacimiento y del óbito nuestro. Pocas personas, en realidad, toman conciencia de que estamos viviendo en un planeta perdido en el espacio entre más de trescientos mil trillones de estrellas, lo que nos vuelve mucho más minúsculos que un grano de arena, olvidamos que el suelo nuestro es inestable, que un terremoto puede en cualquier momento acabar con nuestra vida, que la tierra sigue girando a la escalofriante velocidad de 1.700 kilómetros por hora, nosotros aquí impávidos.

Los chismes de poca monta, los escándalos sociales, la ropa, las joyas que llevamos lucen grotescos en medio de tanta fragilidad. Tenemos un espacio breve entre el nacer y el morir, nuestra eventual religión depende del país en que nacemos o vivimos, nos inventamos, por miedo o por orgullo, una vida eterna de la que no existe ninguna prueba. Al decir “¿No sabe usted quién soy?” confesamos la ignorancia en la que vivimos frente a nuestra insignificancia.

Y ¿quiénes somos? En la actualidad ha de haber la misma cantidad de cristianos y de musulmanes, todos se sienten dueños de la única verdad, podría ser también que todos estén equivocados. Si otra vez nos hacemos la pregunta, la respuesta dependerá del tamaño de nuestro ego. ¿Quién soy? Sin lugar a duda, nuestro nombre sabe más dulce cuando lo pronuncia la boca del ser amado. Las demás preguntas, como: ¿De dónde vengo? o ¿Adónde voy?, no tienen, que yo sepa, ninguna respuesta segura. Vengo de la nada, volveré a ella; sería la más probable, pero no es una razón suficiente para que nos neguemos a pagar la cuenta en el restaurante. Quizás la más inteligente pregunta sería: “¿Qué estoy haciendo aquí?, porque la respuesta depende de nuestra conciencia humana, somos lo que queremos ser, es nuestra elección, nuestra libertad, por eso desde casi siempre fui existencialista. “Un hombre no es otra cosa que lo que hace de sí mismo” (Jean Paul Sartre). (O)