Atacó a León por ser “el dueño del país”, pero acaparó más poder que él. Criticó a jueces y resolvió “meter la mano en la justicia”, pero los nuevos jueces amenazan de muerte, o con hacernos probar su poder. Despotricó de la AGD y la reemplazó por el “Fideicomiso No más impunidad”, pero su primo que lo dirigió huyó del país. Denunció que anteriores gobiernos tomaban dinero del IESS, pero el suyo ha tomado mucho más. Lloró por el nivel de nuestra educación superior, pero el país llora la vacuidad y derroche de Yachay. Criticó la deuda externa, pero su gobierno la contrató en peores condiciones. Su gobierno acoge con nuestros impuestos al filtrador Assange, pero persigue a quienes filtran documentos para combatir la corrupción, o los videos con esas amenazas descollantes. Se empeña en identificar los actores del 30-S, pero no a quién iba a llamar la exjueza para matar al policía en 30 minutos. Dijo que la prensa daña la honra de los ciudadanos, pero sus insultos y descalificaciones no paran. Vociferó que Odebrecht era una empresa “corrupta y corruptora”, pero su gobierno la contrató varias veces y donó 750 millones a Quito para que esa empresa haga el metro. Afirmó que el aeropuerto de Quito era un atraco, pero impulsó su construcción y le construyó vías de acceso a un costo elevadísimo.

En resumen: una vez que probó el poder, resultó no ser mejor que sus criticados. Su lema parece ser: “Es que ahora soy yo”. Es tan intensa la contradicción que uno podría preguntarse si detrás de cada crítica furibunda que hizo, existía ya un germen emocional escondido que aseguraría igualarse al objeto de sus críticas. ¿Sucederá lo mismo con el próximo presidente? Tal vez, pues hay algo nefasto en el poder.

Eso de sentirse investido de una majestad arruina la función de un presidente porque lo saca del sitio de gran servidor y lo transporta al pedestal donde la vanidad reprime al diferente y encarcela a quien lo enfrenta o declara no grato. El poder es una torre de espejos, donde el narcisismo exige alfombras y sirenas a su paso. Desde allí la relación con los demás es sádica: el otro no es más que un labio que besa su anillo, una billetera contribuyente que paga sus ocurrencias, mientras la única norma es la vieja ley del embudo.

No es verdad que el Estado representa el interés de todos. Por un lado sus 600 mil empleados solo piensan en sí mismos y por eso extraen de nuestros bolsillos 9 mil millones anuales para sus remuneraciones y disponen de otros tantos como cosa propia. Y por otro lado están sus jefes, que viven en la torre del poder, en la pecera de los peces gordos. Por eso el presidente, con gran desparpajo, ha dicho que pidió la renuncia a sus ministros para escoger en función de lo que conviene más a la campaña. Y no que la prioridad de los ministros es el bien común y no el de unos pocos. Ah, me olvidaba que en la ideología del Gobierno, el Estado son los militantes del partido, de país y no del país.

Ya probamos su poder y estamos hastiados. Felizmente, como no es fiera que suelte presa, seguirá hasta el último momento tomando medidas destructivas, como la ley de plusvalía, con lo cual le da gusto a su espejito mágico, su espejito de oro, que le susurra: “Haz todo lo posible para que pierda Lenín, el único a quien adora el pueblo es a ti”. (O)

Eso de sentirse envestido de una majestad arruina la función de un presidente porque lo saca del sitio de gran servidor y lo transporta al pedestal donde la vanidad reprime al diferente y encarcela a quien lo enfrenta o declara no grato.