Mientras en 1848 Marx y Engels, en su famosa proclama, hacían mención a que el fantasma del comunismo recorría Europa, ahora, 168 años después, en Latinoamérica, el espacio geográfico más inequitativo del mundo, no precisamente camina la espada de Bolívar y las “virtudes” del socialismo del siglo XXI, sino, al contrario, la más insolente corrupción que se extiende cual metástasis por los países de la región que ven cómo su delicado tejido social es arrancado a dentelladas por este monstruo que compromete seriamente la democracia y desarrollo.

Y al hablar de corrupción, cabe identificar los efectos devastadores de esta plaga que se traducen en un deterioro del capital social en una comunidad que, a decir de Francis Fukuyama, afectan los costos de transacción de su economía, al encarecerlos, pues se trastocan elementos esenciales de una convivencia armónica y civilizada que se cimentan en la confianza mutua, el cumplimiento y respeto a los contratos o acuerdos establecidos, la honestidad, la cooperación cívica y la rigurosa observancia de las normas.

De hecho, conforme lo refiere el Informe 2016 de Latinobarómetro, “la corrupción en América Latina afecta la agenda de catorce países, cuatro de los cuales la tienen como un asunto de la mayor importancia”. Esto evidencia el desgaste del capital social, producto de una desviación de la perspectiva moral en una sociedad dominada por el individualismo y controlada, muchas veces, por el becerro de oro.

Tanto es así que Latinobarómetro 2016, al consultar si “se puede pagar el precio de cierto grado de corrupción en el gobierno siempre que se solucionen los problemas del país”, se obtienen resultados que llaman a la reflexión, pues muestran frente a una media regional del 39% de tolerancia que hay países como República Dominicana (65%), Nicaragua (59%), Honduras (56%) y Panamá (52%), en los que a más de la mitad de su población “no le importa pagar el precio de la corrupción”. Sin duda, estas cifras son un golpe a la racionalidad. Les sigue en estas estadísticas Ecuador con el 47%. No obstante, en el otro extremo está Chile, con apenas 17% de personas que coinciden con este opaco criterio.

En esas condiciones de permisividad ante la corrupción, añadido a la resignación a gobiernos no democráticos pero que resuelven problemas (el promedio regional es del 47%), provoca el quebranto en la calidad de los sistemas de gobierno, así como compromete la defensa de principios no negociables como la libertad y el respeto de los derechos humanos fundamentales.

Los escándalos en Brasil que mantienen en el ojo de la tormenta a Dilma Rousseff, Lula Da Silva, a empresarios y políticos influyentes de todo nivel; la ruta del dinero K y las sombras del kirchnerismo en la Argentina; las denuncias en el Ecuador de corrupción “refinada” en el área petrolera, etc., ratifican que esta lacra social está enquistada en nuestros países.

Enfrentar este espantoso grado de descomposición social, donde los valores absolutos como la transparencia y honradez se han relativizado, requieren de la participación de todos. Y esto no se logra evitando el problema y peor aún desconociendo a los corruptos al mejor estilo de la negación de Pedro frente al Galileo. (O)