Uno de los desafíos de esta Navidad será cómo sobrevivir a las campañas políticas en las reuniones familiares. Si bien es un remanso que durante los días previos los villancicos inunden el ambiente y las arengas políticas sean menos estridentes, no es menos cierto que la segura aparición de candidatos en las pantallas televisivas, rodeados de sus familias, con rostros sonrientes y en medio de nacimientos y papanoeles, invada de la manera más inesperada la sala, el comedor o el patio donde pretendemos un poco de descanso. Y nos aburrirán por lo repetitivos y buscaremos cómo escapar a ese asalto no querido de buenos deseos a cambio de votos.

Y habrá que evitar escollos en las fiestas donde las preguntas sobre preferencias en la votación cercana podrían enfriar la mejor comida, hacer perder la efervescencia a cualquier bebida, mientras los ánimos se encienden. Para mantener la calma, esos temas seguramente serán obviados. A menos que todos tengan opciones similares y entonces las conversaciones se conviertan en altavoces del mismo pensar y en eco de cada uno, que solo escucha su propia voz creyendo que escucha a los demás.

Porque vivimos en un país altamente dividido, que aprendió de la mano de los políticos que nos gobiernan a ser excluyentes, al todo o nada, a amigo o enemigo. Las opiniones sobre la vida y aporte de Fidel muestran en general esa polarización que levanta muros más imponentes que la Muralla China o el que pretende construir Donald Trump. Desde la época de las cavernas nos ejercitamos para defendernos en tribus y considerar al diferente, al adversario, al rival como el enemigo al que hay que acabar. Se ha convertido el quehacer político en actividad muy similar a las de pandillas que consideran a cualquier extraño a su grupo un peligro y actúan en consecuencia.

Quizás este tiempo nos podría servir para aceptar que no existe una realidad objetiva donde hay una sola manera de entender o proponer las cosas, pues cada ser humano, cada sociedad posee su propia realidad y esta se ve y se vive desde ese mundo que es propio y que muchas veces se convierte en un nosotros. El nosotros de nuestra familia, nuestro equipo de fútbol, nuestro colegio, nuestro barrio, nuestra ciudad, nuestra opción política, nuestro país, nuestra cultura, nuestra religión, nuestra verdad. Un nosotros que nos identifica pero también nos enfrenta y nos separa.

Ese nosotros que es plural es un plural limitado. Porque hay otras verdades, otras realidades, otras religiones, otras elecciones políticas, otros nosotros, tan válidos como el mío si respetan los derechos humanos, la dignidad, la justicia, si construyen en vez de destruir, si cuidan la vida de todos con especial atención a quienes más lo necesitan.

Una buena manera de vivir este tiempo especial, donde las emociones se expresan con mayor libertad, sería tratar de descubrir qué es aquello que, en medio de nuestras diferencias a veces aparentemente irreconciliables, nos une y nos “semeja”. El peligro nos hermana, un terremoto nos funde en un abrazo. La muerte, como la del equipo Chapecoense, nos sume en el mismo dolor. ¿Qué hechos positivos podrían producir esa identificación de unos con otros? ¿De qué podríamos hablar que hiciera que todos nos sintamos orgullosos y una sonrisa de satisfacción nos saliera del pecho e inundara nuestra cara? (O)