Nadie se salva de ellos. Están en la punta de los dedos que teclean, de la lengua que habla y salpican la tersa piel de los estilos más esmerados. La mayoría de las veces dicen verdades generales, puntos de vista obvios, cuyos referentes caen por su propio peso (y aquí estoy empleando uno), pero algún repelús produce a la psiquis que algo se mueve en su contra dentro del hablante. O de unos pocos, los de olfato lingüístico.

Cuando se trata de un premio, es “merecido”; cuando se toca la puerta de la generosidad de la gente, se responde con “un granito de arena”; cuando se llega a una situación excesiva, se elige “la gota que derrama el vaso”. Y brotan espontáneos porque están incrustados en el inconsciente colectivo o somos personas de seudoverdades, de decires comunes que aplicamos al desgaire del pasar y del vivir.

En la expresión oral se pasan por alto porque difícilmente se goza de un refinado decir que elabore con la rapidez de la manifestación inmediata una selección léxica escogida. Pero cuando los lugares comunes vienen estampados en la impresión, golpean como piedras: allí saltan a la vista las “quince primaveras”, las “grave crisis” los “correctos caballeros”, casi siempre propios de las reseñas de actos sociales, tan manidas que Jorge Enrique Adoum hizo acertada crítica de ellos recurriendo a recortes de periódicos ecuatorianos en su célebre Entre Marx y una mujer desnuda.

Un literato amigo me decía que el lugar común es el mayor enemigo del trabajo del escritor. Sin embargo, allí está. Es notorio también en el periodismo que tiene acuñados para inveterada memoria hasta titulares precisos para eventos parecidos. Recuérdese si no todos los “dantescos incendios” que hemos consumido en la vida. O cuántas veces en materia de miembros de servicio público los hemos visto nombrados como los “uniformados”.

Yo sé cuán difícil es escribir. Más, con las prisas que emprende sus notas el profesional de la información. Pero una explosión de escritura como la que vivimos en nuestros días debe ponernos en guardia sobre la calidad con que se hace la tarea. Muchos son quienes eligen ser periodistas, pululan los escritores jóvenes que ensayan sus primeras publicaciones (a veces demasiado rápido para tener en realidad algo que decir), la preferencia por la poesía es evidente cuando se trata del lenguaje más exploratorio y huidizo de todos. A veces pienso que precisamente por las libertades que propone el verso libre, por ese camino se confunden las sintaxis más enrevesadas y los decires más oscuros.

Cuando el lugar común es mental porque el emisor no ha podido crear ideas nuevas o porque es un defensor de las viejas proclamas de la vida, resulta más difícil de recibir o es más engañador para la comunidad. La democracia es el mejor sistema político del mundo, la educación es la mayor herencia que pueden dejar los padres a los hijos, el día del matrimonio es el más feliz de la vida. ¿Se pueden seguir manteniendo incólumes estas ideas? ¿Acaso el espectáculo del mundo no las desacredita?

En todo caso lo que propongo es revisión, simple y aguda revisión de las inestables palabras, porque cuando se arraigan pueden engañar. (O)