Tengo la extraña sensación de que ya no sabemos dónde está el cielo, dónde el infierno. Dónde los puntos cardinales. Dónde la izquierda, dónde la derecha.

Quienes antes eran adversarios, ahora son amigos y están juntos, hermanados. Quienes antes agitaban la bandera de un color, ahora agitan frenéticamente la de otro. Quienes antes defendían una tesis, ahora defienden la contraria. Todos deambulan ante nuestros ojos, dan vueltas buscando su mejor ubicación, su espacio. Ideas, rostros, propuestas se confunden, se entremezclan ante nuestro estupor.

Tal es el caos, el despropósito, que me ha invadido la sensación de que navegamos en alta mar en una embarcación que va al garete.

Desolados, no encontramos más alternativa que la paciencia, con la remota esperanza de llegar a puerto. Tiritando de frío y espanto, pero a puerto. Mareados, pero a puerto. Confundidos, pero a puerto.

El mar se revela agitado, las olas enormes, furiosas, corcoveantes. Nuestros sentidos no alcanzan sino a percibir los gritos estentóreos, el movimiento incesante, nervioso, que hace que aquellos que estaban en estribor se desplacen alocadamente hacia babor, como si el nervioso giro de un lugar hacia el opuesto fuera normal en instantes de caos.

Algunos de los que impúdicamente se treparon a empellones a los botes salvavidas gritan que no nos preocupemos, que nos van a hacer un espacio para que también nosotros nos salvemos. Y nosotros, encaramados en el mástil, divisamos las canoas y dudamos en lanzarnos al agua porque, en lo más recóndito de nuestros pensamientos, sabemos que aunque allí reman algunos marineros de experiencia, ellos están entremezclados con filibusteros que no vacilarán en atracarnos o en introducirnos el puñal por la espalda. Si ya lo han hecho antes, ¿por qué no lo van a hacer ahora? Si ya han traicionado antes, ¿por qué no nos van a traicionar ahora?

¿Qué saben esos piratas del cumplimiento de su palabra empeñada? Juran que nos salvarán, pero no vacilarán en arrojarnos a las fauces de los tiburones a la hora de escoger entre nuestra vida y su botín. Filibusteros como son, no tienen otra mira que su propio beneficio, no anhelan sino saciar su sed de riqueza, engañar para alcanzar sus más bastardos fines.

Ahí están ellos, lanzando desde sus chalupas luces de bengala para que los divisemos en la noche, gritándonos sus palabras promisorias. Y nosotros, indecisos, inseguros, despojados de toda convicción y toda fe, continuamos en la cubierta del barco que se hunde a la espera de algún suceso que nos salve, de que el viento huracanado amaine, de que la tempestad calme, de que los nubarrones se disipen. En espera, en fin, de un milagro que intuimos imposible.

Mareados, ni siquiera podemos divisar la línea del horizonte, que permanece oculta por la niebla. Pero, a pesar de la tormenta, de los rayos, de los truenos, alcanzamos a escuchar los gritos de los corsarios que nos prometen salvación con palabras que ellos creen inéditas, pero que nosotros ya hemos escuchado antes muchas veces. Son exactamente las mismas palabras que los codiciosos de fama y de poder, las fugaces estrellas de farándula, los saltimbanquis, los que se venden al mejor postor y los mercenarios de la política utilizan siempre. (O)