No son míos, y son verdaderos y falsos a la vez, como todo recuerdo. Son los recuerdos de otros, que los tomaron de otros y así sucesivamente, hasta llegar a quienes aseguran haberlo conocido o escuchado alguna vez. Mis recuerdos de Fidel Castro son “infideles”. Son montajes construidos con fotografías, noticiarios, revistas, películas, canciones, opiniones, documentales y palabras de quienes tuvieron algún trato con él y pensaron que eso les permitía afirmar que lo conocieron. Son testimonios de quienes gozaron o sufrieron por causa de su poder, sin haberlo tratado. Son las notas viajeras de turistas que creyeron que eso bastaba para emitir un veredicto de éxito o fracaso de la Revolución cubana. Son los balances de quienes vivieron algún tiempo en la isla por estudios o trabajo, y nunca se pondrán de acuerdo entre ellos. Son las anécdotas de algunos médicos ecuatorianos sobre sus colegas cubanos en nuestros hospitales, que disimulan su ignorancia y desactualización con simpatía o arrogancia. Son las columnas y los discursos inflamados de intelectuales, políticos y ministros ecuatorianos, que lo santifican o satanizan desde la infalibilidad del micrófono o la certeza del teclado. Mis recuerdos de Fidel son falsificaciones de la memoria, son producciones de mi inconsciente y de mi deseo como son los recuerdos de cada uno, en general. Novelitas que toman fragmentos de la memoria de los acontecimientos, para escribir nuestra supuesta realidad personal.

Mis recuerdos de Fidel son los recuerdos de mí mismo, desde comienzos de los años 60, cuando hacía los deberes en la tarde mientras escuchaba en la radio un programa llamado “Esto está pasando en Cuba”, que denunciaba ferozmente las supuestas atrocidades del comunismo ateo. Pasando por mi adolescencia, cuando estaba de moda admirar y emular al “guerrillero heroico”, al menos en la pose o el atuendo. Atravesando los años universitarios, donde había que argumentar la admiración leyendo a Politzer y a Harnecker, cuando no al mismo Marx. Una admiración desde el desconocimiento, como lo verifiqué cuando escuché las canciones de Silvio Rodríguez, y descubrí que más allá de la poesía sus metáforas no me decían nada sobre mi propia vida e historia. Hasta llegar al pragmatismo plano de mi pretendida madurez. Mis recuerdos de los últimos tiempos de Fidel corren paralelos a los años finales de la vida de mi padre, hasta su muerte hace un año. De la inmensa ternura y cariño que aún siento evocando su imagen de viejito encorvado, dulce y apacible. Solamente un padre, es decir, algo más grande y verdadero que un héroe o un tirano.

Mis recuerdos de Fidel no me permiten condenarlo ni absolverlo, igual que mis recuerdos de Kennedy, Kruschev, Mao y Perico de los Palotes. Porque son inseparables de mi propia vida y circunstancias. Mis recuerdos de los gobernantes de nuestra historia ecuatoriana reciente también son indiscernibles de mi propia novela. Sigo construyendo mis recuerdos desde el cuarto Velasco Ibarra hasta Alfredo Palacio, y todavía no tengo recuerdos de Rafael Correa Delgado. Porque los recuerdos nunca son definitivos y cambian todo el tiempo a causa de nuestra periódica resignificación del pasado. Por ello, sería presuntuoso o delirante proponer mis recuerdos como juicios de la historia o verdades universales. Solo son opiniones. (O)