Cada persona, por su dotación genética más lo que aprende por sí misma o se le enseña, es única e irrepetible.

Esa totalidad, nunca definitiva, que puede mejorar o deteriorarse, se convierte en una verdadera apuesta, de resultado incierto, camino al perfeccionamiento.

El control de una conducta, que debe tener como norte exclusivo el bien, constituye herramienta fundamental para convertirse o no en factor positivo para su familia, grupo social, barrio, ciudad y país.

La conducta encaminada para hacer el bien a los demás y, en consecuencia, para uno mismo, es una de las claves más importantes para cruzar la vida con satisfacción y sin cargos de conciencia.

El descontrol, esto es, el preferirse y satisfacer sus propias apetencias o caprichos, sin considerar el daño colateral que se genera entre las personas afectadas por ese comportamiento y las que sufren el escarnio que produce, es resultado de un juicio de valor equivocado.

La equivocación, el error, se genera por el egoísmo, esto es, preferirse a sí mismo, sin importar las consecuencias morales y jurídicas que tendrán que soportar no solamente quien mal actúa, sino también los que bien lo quieren.

¿Habría que preguntar a estos últimos si se han sentido satisfechos y agradecidos por aquellas actuaciones u omisiones incorrectas, cuyas consecuencias negativas padecen?

De repente me parece que lo escrito producirá sonrisas de soslayo e incluso burlas y desprecio. ¿Me equivoco?

El mayor esfuerzo en las familias y en los centros de educación ha de ser la formación moral y religiosa.

En la religión católica aprendemos, entre los Mandamientos de la Ley de Dios, dos reglas de conducta sencillas pero efectivas, que nos permiten vivir con la conciencia tranquila y sin daños colaterales a nuestros familiares: No robar y, para evitar la tentación de cometer semejante acción, no codiciar los bienes ajenos.

Pero no hay que olvidar que la construcción de la personalidad basada en el bien, la justicia y la honradez no es cosa fácil, sobre todo en ambientes cargados de hedonismo e impulsos hacia el consumismo, al tiempo que los recursos económicos familiares son limitados o insuficientes.

Hay mucho por hacer, desde nuestros hogares, con nuestros hijos y nietos, predicando la honradez, especialmente con el ejemplo.

También en las aulas y en los centros de formación religiosa parroquiales y gremiales.

¿Por qué esa inteligencia y tanto conocimiento acumulados son utilizados egoístamente para satisfacer, de mala manera, los insaciables apetitos de riqueza, sin importar los daños y perjuicios que se causan económica y moralmente?

Si hemos recibido muchos dones, en genes y en enseñanzas, ¿serán para hacer el bien o para hacer el mal?

¿Habrá quienes enseñen a sus hijos o alumnos el arte de hacer el mal para beneficiarse, sin importar los principios legales y morales?; pero eso no es lo que queremos, al menos usted y yo.

¿Aprovechamos nuestros dones para hacer siempre el bien o simplemente los desaprovechamos?

¿Sería tan amable en darme su opinión? (O)