Jorge Vila Lozano

Toda historia parece ser cíclica y agitada, además, por una dialéctica política disruptiva. Estamos viviendo un precocinado cambio revolucionario. El mal llamado “mundo libre” se ancla en un cosmos ciberespacial, donde todo parecería medido y predeterminado de antemano. El Brexit y el “Trumpismo” nos han demostrado que no. A veces, la cifra oculta estadística irrumpe como voluntad popular mayoritaria.

No esperaba un auge populista en la Unión Europea. Es innegable que en el depauperado sur campa –mayormente de la mano de la crisis económica– un populismo de izquierdas: Syriza en Grecia, y el Podemos español serían su claro ejemplo. En el norte, más proteico en términos de bienestar, mandan sus hermanísimos de derechas: UKIP británico; el polaco Ley y Justicia; Fidesz húngaro o el Partido por la Libertad austriaco, por citarse algunos. Aquí, en los norteños, la inmigración y la antiglobalización son su cánido famélico.

En ese delirio mesiánico y nihilista, el nacionalismo, eventualmente impetrado en la derecha, o, el control de economía patria en la izquierda juegan sus bazas en pos de su único fin: el asalto al poder a cualquier precio. No hay un sustento ideológico, sino “el pueblo contra alguien”. Da igual el enemigo. Lo importante es nacer en una etnocultura identitaria. Con eso basta. Todo valdría a la hora de lanzar saetas contra la troika comunitaria o nacional; las multinacionales; los flujos migratorios; el endeudamiento externo y un largo etcétera.

Carecen los malqueridos extremistas norteños y sureños de programa. Esa ausencia de ideario es el atajo al “poder facilón” con erosión, si hace falta, de constituciones e instituciones verdaderamente democráticas.

En el caso transatlántico de Trump detectamos otro triunfo populista. Vence la derecha alternativa a la hija de la oligarquía de Washington D. C. Las castas han cambiado. Concurre un nuevo clasismo dirigente. Lo único que mudará es el clientelismo favorecido.

Carecen los malqueridos extremistas norteños y sureños de programa. Esa ausencia de ideario es el atajo al “poder facilón” con erosión, si hace falta, de constituciones e instituciones verdaderamente democráticas.

Hitler, Mussolini y Stalin siempre fueron, no nos engañemos, lo mismo. En el siglo XX las condenas de estos totalitarismos provinieron de resortes morales como, por nombrarse a alguien, el papa Pío XI quien dictó, exclusivamente en el plano doctrinal, varias encíclicas: en 1931 aparecieron la Quadragesimo anno (capitalismo y lucha de clases) y la Non abbiamo bisogno (fascismo italiano). En 1937 la Divini Redemptoris (contra el comunismo) y, frente al nacionalsocialismo, la ídem intitulada Mit brennender Sorge. El problema es que nunca las aplicó al morir antes de la Gran Guerra.

El universo nacido tras la segunda posguerra, con sustento en su Declaración Universal de Derechos Humanos, está siendo revisado. No podemos vivir en el blanco y negro del papel pretérito. Es cierto hay que progresar. Yo sueño, dentro de esa progresía, con que sus ensayistas sigan los dictados de los Estados de Derecho. Anhelo que esos auditores civiles no sean, finalmente, esos prosistas de populismo mentiroso y totalitario que, volviendo a 1945, serían serios candidatos a estar sentados en la Sala 600 de los Juicios de Núremberg. Da igual que porten camisa izquierdista o derechista: el crimen no conoce de policromía.

En el s. XXI, debe imperar el juego de contrapesos de la mismísima separación de poderes. Ha de recordarse la existencia de fronteras a esos dirigentes. Ojalá imperasen, en su contra, los activistas abanderados de la libertad pública y privada; la libertad de empresa y mercado; una reforma laboral digna con el trabajador; ayudas sociales; la verdadera solidaridad humanista y el respeto a los derechos fundamentales. Sabemos que ese decálogo se quedaría, a ojos de los nuevos profetas, en el primer círculo del Infierno de Dante: el limbo.

¿No será tiempo del Poder Judicial como árbitro en España? Parece que esa Constitución pierde tanto ante los corruptos larvados en el “desconectado” bipartidismo regente (PP y PSOE), como con los iluminados de los nacionalismos de arrabal (“procés” catalanista incluido). Ganan penosamente esos poderes constituyentes de pantomima sin mayoría democrática.

Estas líneas consignan un aviso orwelliano para que, con nuestros votos, no seamos cómplices de los innovadores tiranos. Me veo, los próximos lustros, encarcelado en la Habitación 101 del ficticio Ministerio del Amor de esa novela distópica intitulada: 1984.

La historia ya ha dejado de ser occidentalmente lineal: involucionamos, como ciudadanos sufragistas, hacia el salvajismo anterior. Hacia el feudo de mi amo (si me da pan, vino y circo, claro). Ante ello el Derecho parece sobrar en esa falacia y entelequia de la cultura del enemigo. ¿No será el momento de algo nuevo de verdad? (O)