Si vieran las hojas de los árboles regadas por el suelo, los charcos negros, los lodazales, las tardes interminablemente grises, las mañanas sin sol, sabrían por qué me desperté hoy con ganas de abrir el periódico para seguirme amargando la vida con otra mala noticia. Pero el periódico no llegó. No lo leeré en internet porque solo me faltan los comentarios xenófobos, ignorantes y fanáticos de algunos lectores, para que se me acabe la última gota de fe en la humanidad. Si vieran los escándalos de corrupción en Ecuador, el payaso diabólico que llegó a la presidencia de Estados Unidos, los movimientos neonazis cada vez más activos en Alemania, Siria en ruinas, Turquía convirtiéndose en una dictadura represiva, México bañado en sangre.

Cierro los ojos. Respiro. Una columnista de opinión, ¿está allí para profundizar en el debate sobre temas de actualidad, para denunciar injusticias, aportar nueva información, abordar asuntos coyunturales con agudeza? Una columnista de opinión, ¿debería estar enterada del acontecer político y económico, ser capaz de dinamizar el debate, abrir los ojos a nuevas visiones de un tema sobre el cual todos están opinando en redes sociales?

Abro los ojos. Una columnista de opinión está aquí también para recordarnos que más allá del circo de criminales en que se ha convertido la política, más allá de la dictadura de ladrones en que se ha tornado la economía, más allá, demasiado lejos aunque esté tan cerca, está la vida.

Cierro los ojos. Escucho cómo vomita el vecino alcohólico. En Alemania, un país donde se puede ir en bicicleta al trabajo, pasarte el fin de semana en conciertos gratuitos, parques y lagos, en donde si no encuentras trabajo el Estado pagará tu capacitación, te pagará el arriendo, el seguro de salud, hasta la ropa nueva y el billete de tren para ir a una entrevista laboral. Un país, también, donde hay tanta gente sola. Me pregunto qué salió mal en la vida de mi vecino. Si la política podría hacerlo feliz, curarlo, devolverle la fe en sí mismo, encontrarle una familia. Si la política y la economía nos pueden restaurar el amor por nosotros mismos, por los otros.

“No se escapa de la desesperanza, del desamparo, el suicidio, demostrando con gran diligencia, en detalle, la náusea, el vacío, la futilidad, la trivialidad tras cada uno de nuestros actos, sino intentando creer en la vida precisamente en virtud del absurdo”, decía Johannes Urzidil, escritor judío que huyó de la Praga ocupada por los nazis...

El mundo en que vivimos es absurdo, los sistemas que lo rigen ineficaces, las religiones nos separan, el color de la piel nos margina, estamos destruyendo incluso lo más bello que tenemos: la vida. Talamos bosques, ensuciamos el aire, contaminamos el agua, matamos animales, nos matamos a nosotros mismos. Lo leemos día a día en el periódico, somos tan malos los seres humanos: ladrones, violadores, racistas, machistas, ignorantes, malos, malos. Yo de tanta maldad que leo a mi alrededor me he empezado a sentir cada vez más mala. Mala por ser parte de esta sociedad y no salir a las calles a protestar: síganme los buenos como esas justicieras de capa y espada que abundan en las redes sociales.

Cierro los ojos y me siento fracasada. Perdedora porque no tengo la disciplina para hacer grandes cosas, para escribir novelas geniales, para entrar al club de las élites intelectuales que van a festivales y congresos, que se toman fotos de quinientos likes. Solo Hillary Clinton es más perdedora que yo: perder contra Donald Trump. Yo también me encerraría durante una semana antes de ser capaz de volver a encarar la vida.

Cierro los ojos. Ustedes no están aquí para enterarse de los detalles de mi angustia. Si dejáramos por un momento de obsesionarnos por la política, si sacáramos las narices del basurero en que se ha convertido el mundo tal como lo pintan los medios, si quitáramos el pie del pozo séptico que es nuestro propio egocentrismo, fermentándose, ese estar constantemente monitoreando nuestro rendimiento, comparándonos con los otros, mareados por un mundo que gira alrededor de nuestros egos. Si cerráramos los ojos durante un momento y nos olvidáramos de nosotros mismos, al abrirlos nos encontraríamos con este mismo mundo lleno de absurdos. Pero se encendería esa luz que nos permite reconocer la posibilidad de la felicidad, reconocer las prioridades, los absurdos que escapan al maniqueísmo, los absurdos que componen nuestra vida más allá de la política y el dinero. “No se escapa de la desesperanza, del desamparo, el suicidio, demostrando con gran diligencia, en detalle, la náusea, el vacío, la futilidad, la trivialidad tras cada uno de nuestros actos, sino intentando creer en la vida precisamente en virtud del absurdo”, decía Johannes Urzidil, escritor judío que huyó de la Praga ocupada por los nazis para malvivir en Estados Unidos, para seguir escribiendo en alemán para un mundo que lo había olvidado, desde un mundo que lo había salvado pero que no lo comprendía.

Los absurdos que me hacen creer en la vida: que un anciano nacido en la posguerra se suba al tranvía entusiasmado como un niño porque se ha encontrado una cajita que decía “se regala” llena de joyas, que te las muestre y te diga que escojas las que quieras, que es increíble que alguien regale algo tan valioso, tan bello, que vivimos en un mundo donde tenemos todo, todo, y tú te vayas a casa con bambalinas pendiendo de tus orejas que se han transformado en aretes mágicos de oro y esmeraldas. Que la masajista tailandesa a quien le regalas cada mes tu sueldo de dos días para que te devuelva la felicidad en una hora haya contratado un ayudante sirio, un refugiado que prepara las toallas, el té y las facturas con una alegría, con una gratitud que a tantos se nos ha olvidado. Gratitud por estar vivos, porque nos levantamos por la mañana y podemos tomar una ducha caliente, envolvernos en una toalla limpia, mirarnos al espejo y perdonarnos. Cerrar los ojos, cerrar el periódico. Seguir creyendo en la vida, en esos momentos en que las bambalinas se convierten en oro. (O)