Yo fui hincha de la Liga de Quito desde que tenía 5 años de edad y mi padre me llevaba al estadio de El Arbolito para mirar al inolvidable equipo del Pibe Ortega y compañía. Cuarenta años después, Juan Pedro (mi hijo mayor, entonces de 16 años de edad) y un amigo suyo fueron perseguidos y agredidos por una horda de la Liga (¿mi equipo?) a la salida del estadio Casa Blanca, por vestir la camiseta del Deportivo Quito. La agresión causó cinco puntos de sutura en la cabeza de mi hijo y el comienzo del final de mi afición. Poca cosa comparado con lo ocurrido en ese mismo estadio al año siguiente, cuando fuimos con mi hijo menor y su primo a la final de 1999: un niño de 9 años de edad recibió un botellazo y perdió un ojo en medio de una bronca entre adultos, cerca de donde nosotros estábamos. Desde entonces no he regresado a ningún estadio de fútbol porque me parece inseguro, incluso si uno no lleva niños.

Lo recordé hace pocas semanas, viendo en el noticiario cómo unos psicópatas disfrazados de hinchas del Barcelona atacaron al chofer y pasajeros de un taxi en Guayaquil porque llevaban la camiseta de Emelec. ¿Pasión de multitudes? Así ha de ser, si un intelectual como el finado Eduardo Galeano lo decía. Yo lo pensaría más bien como el síntoma clínico de algunos sujetos, particularmente de aquellos que presentan ese cuadro que mis colegas psiquiatras llaman “trastorno del control de los impulsos”. De esa manera, muchas personas encubren y satisfacen al mismo tiempo su cuadro psicopatológico sin asumirlo, mediante su pertenencia a las barras bravas. Quizás la concurrencia dominical al estadio cumple una función “valvular” que permite algún equilibrio para esos “hinchas” durante el resto de la semana, porque este fenómeno es extendido en el planeta. El problema es que la violencia organizada no tiene límites: igual que en Buenos Aires, Londres y las grandes capitales de América y Europa, aquí también tenemos barras bravas, las cuales ya tienen en su haber una respetable suma de muertos e incontables heridos.

¿Estamos listos para quitar las vallas de los estadios? La violencia en el fútbol vehiculiza la psicopatología individual y también el malestar social, la protesta política, las desigualdades económicas y la lucha de clases. Es decir, todo lo que aquí sobra. Una disposición colectiva a la violencia que puede dirigirse contra los líderes políticos dentro o fuera del estadio, quienes a su vez pueden alentarla: “Insulten a los contrarios cuando los vean en la calle”. Una violencia institucionalizada en las barras bravas, toleradas o utilizadas por los dirigentes de los clubes para su política interna. Una violencia habitual que contagia a futbolistas, árbitros y técnicos, y justificada por aquel directivo de la Federación Ecuatoriana de Fútbol, quien, ante el insulto racista de un futbolista a un árbitro afroecuatoriano, se apresuró a exonerar al jugador argumentando que lo suyo no fue racismo sino un comentario meramente descriptivo: “Negro mismo es el árbitro”. Con esos discursos de líderes y dirigentes, y esos pasajes al acto de los “hinchas”, ¿nos arriesgamos a quitar las vallas de seguridad en nuestros estadios? (O)