Ahora que llegó el otoño en mi vida, me pregunto si de verdad aprendí a vivir. Veo con melancolía cómo los surcos en mi frente revelan mi largo kilometraje. Si llegué a este planeta con capacidad para dudar, lucidez para analizar, ¿quién podría reprocharme por haberlo hecho? Mis certezas son provisionales, así como la eventual facha de mi muerte. Aprendí a leer, a escribir, a reír, a llorar. Tropecé varias veces con la misma piedra. Como nos sucede a todos, he lastimado, herido, ofendido, así como me lesionaron una que otra vez. Pensé que amar era tan fácil como conjugar el verbo, que podía cometer burdas equivocaciones tratando de maquillarlas, cuidando mi imagen. El egoísmo es un instinto, el ego suele apoderarse de nuestras acciones, a veces despertamos, otras veces llegamos al final de nuestra existencia sin haber aprendido la lección, sin darnos cuenta siquiera. Juramos, prometemos, luego podemos ser infieles a una persona, a una creencia, una filosofía. Amontonamos errores, mas cuando pretendemos borrar la pizarra, recién nos damos cuenta de que no disponemos del más miserable trapo: lo escrito queda burilado, grabado hasta que la tiza casi acabada termine chirriando con este sonido agudo y estridente que producen las uñas al rayar la madera.

Pretendemos exhibir nuestras virtudes, nos creemos inteligentes, pero necesitamos convencer a los demás de nuestro valor, nuestra cotización en el mercado. Podemos refugiarnos detrás de un traje, unas corbatas, un auto lujoso, una cuenta bancaria, una forma de hablar, una creencia fofa que no llegamos a poner en práctica. Si existe un juicio final creo que la pregunta más fuerte, por ser un compendio de todas las demás, sería: “¿A quién lastimaste?”. Incluye matar, robar, mentir, oprimir, despreciar, maltratar, ignorar, hacer daño a los demás, a los animales, a los árboles.

Lo de la primera piedra no nos descarga de nuestra responsabilidad. Si fallamos al construir, no podremos sorprendernos cuando se produzca el derrumbe. La peor caída ocurre cuando nos caemos desde lo alto de nuestro ego. Tenemos que aprender a perdonar sin exigir el derecho de ser perdonados, debemos asumir las consecuencias de nuestras equivocaciones. Me demoré unos cuantos años en diferenciar el orgullo del amor propio. Muchas veces deberíamos dar muestro brazo a torcer, dar los primeros pasos, ceder, vencer el resentimiento, reconstruir la paz o volver a armar los sueños perdidos. Aun cuando el fuego parece haberse extinguido, basta un tizón oculto en las cenizas para prender de nuevo la fogata. (O)