Hay un tipo de libros que nos conducen a la pregunta de si son o no son literatura. Este es el de las biografías. Largos relatos en torno de un ser humano que por alguna razón justifican el esfuerzo de contar su vida. Si el trabajo de biografiar se apega a la estricta existencia y se realiza a base de documentos fidedignos, lo clasificaríamos más bien en la historia. Pero si el escritor recrea situaciones, atribuye diálogos, imagina decisiones íntimas para justificar ciertos pasos reales, le ha dado el lugar a la ficción que es la más completa de las escrituras.

Lo cierto es que las biografías son material numeroso de las editoriales y una especial curiosidad nos conduce a indagar en la vida de los demás. Vale fijarse, si no, en las conversaciones de la gente en cualquier corrillo social: se habla más de personas que de ideas, y así, rebotando entre de quién desciende fulano de tal, qué clase de infancia tuvo, dónde se educó y cómo se relaciona con su medio, se yerguen las biografías de todos. El capítulo sentimental tiene puesto preponderante en medio de los gacetilleros del rumor: allí se clavan especialmente las miradas de quienes dictaminan el éxito o el fracaso de los individuos; su estado de alza o declive podría medirse en la cifra de su presencia en los corrillos.

Pero vamos a la escritura. Alguna vez leí una biografía que me atrajo por varias razones. La autora las explica bien: “Si no hubiera sido a la vez escritora y mujer; si no hubiera tenido los defectos de carácter y las cualidades de los escritores y de las mujeres; si no hubiera en su obra páginas admirables, no me ocuparía de ella”, dijo Silvina Bullrrich, la argentina, de George Sand, la francesa, ambas unidas por el cordón umbilical de la tarea de escribir, impuesta por los genes de una vocación inclaudicable. En ese libro, en escribir iban existencia y tranquilidad, desafío social y entereza, militancia por los caminos de la diferencia.

¿Acaso las vidas al límite son las más atractivas? ¿No serán los amores sofocantes y destructivos –de esos que nosotros no somos capaces de sentir– los que concitan interés y consumimos como sentados al borde de un precipicio, el de nuestras propias oscuridades? Acabo de revisar en algo las luchas espirituales de Rubén Darío y su notable admiración por Paul Verlaine y su lírica casi griega, con la que hace palestra común en una etapa de su vida y a partir de la cual traza un camino de afinidades que sonarán en la poesía del nicaragüense para siempre. Ambos dipsómanos, ambos trajinadores del erotismo, ambos sublimadores del poder erótico para que cobre alas en su poesía.

Parecería que las vidas comunes, las que han transitado del deber a los derechos, las que han contribuido con el gran mosaico del mundo desde un puesto no necesariamente notable, pero que han sido ordenadas y fructíferas, no merecen biografías. Al menos, no nos las cuentan los cultivadores del género. Nacer y morir en lechos de hogar, andar en camino recto, no zozobrar en aventuras desconocidas, amar a una sola persona, fundar una familia, no resulta interesante para los biógrafos. Mientras tanto, seguimos consumiendo las vidas que se asomaron a la rareza, a la soledad y a la muerte adversa. (O)