Siempre me sorprende Contraloría, cuyo presupuesto es de 100 millones anuales, con su poca capacidad para encontrar casos reales de corrupción, más allá que obviamente la corrupción no deja rastros evidentes, y que requiere de una fase ulterior: que Fiscalía y jueces cumplan su función.

Las operaciones analizadas no faltan, ni el esfuerzo de buena fe de sus empleados. La propia Contraloría dice haber analizado solo en 2015 ¡operaciones por 155 mil millones de dólares! Claro, el gasto público total, por ejemplo en los últimos 10 años, ha sido de unos 300.000 millones, de los cuales la mitad probablemente se relaciona con contratos de inversión, compra de bienes y servicios o similares. ¡Pero el resultado es tan pobre! Por ejemplo, diario El Comercio resumía los principales casos de los últimos años: ¡menos de 40 millones de dólares! Por ejemplo, se ha sancionado con responsabilidades administrativas a 11.960 personas, en total 7 millones, 500 dólares por caso, pequeñeces (deben ser ciertamente sancionadas) pero sin importancia. Cifras mínimas frente a la potencial realidad, por eso uno se pregunta si el trabajo es bien enfocado, si la información recabada es la más adecuada (alguna vez le decía yo a alguien de la institución: “Los funcionarios deben primero sentarse en los parques de las ciudades y oír los comentarios, para tener una base enorme de análisis”)… y si la instrucción fundamental es realmente descubrir los casos importantes, o se protege al poder político que reparte cargos y prebendas.

La corrupción corroe a una sociedad porque, entre otras cosas, se multiplica por el ejemplo. “Si otros lo hicieron, por qué no yo”. “Si no lo hago yo, otros lo harán”. “Por qué hacer muchas olas ahora, si mañana puede tocarme el turno”. Ciertamente todas las partes involucradas son culpables, el que paga y el que recibe, pero tampoco nos engañemos con esa aparente simetría. Generalmente el que paga porque se le exige es alguien que tiene una empresa, empleados, ha construido algo en su vida arriesgándose, poniendo en juego su dinero, su patrimonio (salvo los “ñaños” que se han puesto de acuerdo de ambos lados de la mesa, o hacen empresas con el fin específico de recibir contratos amañados… ¿esas empresas de última hora, por ejemplo, no deberían ser una fuente de sospecha para Contraloría?). El que cobra tiene la sartén por el mango: decide cómo redacta las bases, cómo adjudica, cómo y cuándo se hacen contratos y pagos… y no pone nada suyo en juego (salvo el riesgo muy lejano de ser atrapado) porque se reparte el dinero de otros (de los ciudadanos). Ambos son sancionables, pero sí hay una diferencia. Por eso la real corrupción está mayoritariamente en actividades estatales. Por eso en la vida diaria entre privados, usted no encuentra la misma corrupción (a veces sí, pero bastante menos). La corrupción no es cuestión de buenas o malas personas, sino de incentivos perversos (es el dinero y propiedad de otros) y poder (discrecionalidad) estatal. Por eso solo hay una receta para atacarla: menos poder gubernamental en la vida diaria. (O)