Espero que hayan visto en el cine Sin muertos no hay carnaval, la última película dirigida por Sebastián Cordero y con guion de Andrés Crespo. Se habrán distraído un buen rato y a lo mejor disfrutaron de una realización de alto nivel para el cine ecuatoriano. Para quienes no la han visto y sigan leyendo mi artículo, inevitablemente tendré que contar la historia.

Me parece necesario remarcar la complejidad de planos que tiene esta película. La dificultad del resumen es un buen indicio narrativo. Es la historia de un desalojo de tierras invadidas en las afueras de Guayaquil, en el que está implicado un abogado oportunista, de doble discurso, Terán; así como es la historia de un hijo y su madre, que desenmascaran a Terán y por eso serán perseguidos a muerte; así como es la historia de los herederos de las tierras invadidas –Emilio y su hermana– vinculados con Don Gustavo, el potentado presidente de un equipo de fútbol, que será quien comprará las tierras una vez desalojadas; así como el conflicto de Don Gustavo con la adicción de su hijo Gustavo, casado con la hermana de Emilio. Activando este entramado hay un detonante decisivo: el accidente en una cacería por el que muere el hijo de un inmigrante alemán, cacería en la que participan Don Gustavo, su hijo y Emilio. Será Emilio quien encubrirá el accidente –el disparo es de Gustavo hijo– con todo el apoyo de Don Gustavo.

Quisiera destacar el papel de Terán (Andrés Crespo), sobre todo porque siendo Crespo el guionista su papel nunca va más allá de lo necesario, y hace que tanto el rol en el guion como en la actuación, sean realmente notables en su discreción. Y luego está la reveladora actuación de Daniel Adum en el papel de Emilio. Tiene la parte más auténtica al hacer palpable la disyuntiva de un personaje atrapado entre su conciencia de culpa y todo el engranaje al cual se somete por conveniencia, consciente de que saldrá del paso por el poder de Don Gustavo. Cómo me habría gustado que Emilio se rebelara –como lo deja entrever sutilmente la turbación del actor–, pero eso ya hubiera sido otra historia, quizá la más original. Y no es menos importante que un personaje cercano a Emilio sea Íngrid (Maya Zapata), que tienta una ambigüedad reveladora como funcionaria corrupta –está embarazada pero el padre no cuenta–, solo que tampoco se desarrolla más su historia. En la película casi todas las mujeres son santas, ingenuas o resignadas, salvo Íngrid.

Dentro de las coordenadas planteadas por el guion, es lograda y coherente la historia paralela de Terán, no solo por elíptica, sino porque se vincula estrechamente con las causas de su asesinato, que está sostenido de principio a fin. Pero lo que sí sobra es el asesinato de Don Gustavo por parte de su hijo. Sus causas son extremadamente complejas, y esta complejidad no se refleja ni es convincente: el hundimiento anímico y moral del hijo de Don Gustavo no es suficiente para hacer creíble y necesario el asesinato del padre. Además, ¿para qué este asesinato? Ya el plano de Terán y el de Emilio responden a la injerencia y voluntad de dominio de Don Gustavo. Esta tercera arista, con la carga que implica, no apoya sino que distrae y deja un vacío grave hacia el final.

Es cierto que Cordero ha seguido una línea más bien de retrato nacional en casi todas sus películas, pero me pregunto si todavía se necesita eso.

Pero hay algo más aparte de los matices respecto a las historias cruzadas de la película (tan compleja que me deja con expectativa por lo que pueda ofrecer Crespo como guionista si sigue en esta línea de ambición) y que se relaciona con la mirada sobre los escenarios, o mejor dicho: sobre los tópicos. Es cierto que Cordero ha seguido una línea más bien de retrato nacional en casi todas sus películas, pero me pregunto si todavía se necesita eso. Porque cumplidos los requisitos internacionales de producción y de armonización de planos narrativos, ¿qué queda de la película? Nuevamente un retrato de Guayaquil donde lo que hacemos es reconocer lo que ya conocemos. Nuevamente los ricos son los malos, la clase media tiene que ser oportunista para sobrevivir, y los pobres, como siempre, son los buenos que pagan las consecuencias de los malos y los oportunistas. Y paso por encima del conato de desalojo. Jerga dura y tópica, malos malos, buenos buenos, feos feos, y nada es imprevisto.

En la primera mitad del siglo XX el tema indígena “funcionó” para ciertos escritores mestizos. A comienzos del siglo XXI, ciertas representaciones violentas de Ecuador pueden aparentemente funcionar para algunos cineastas. Pero quizá allí se debería producir una vuelta de tuerca como lo hizo Icaza, que abandonó el tema del indio y tocó lo que tenía más cerca: el chulla. Y dar un paso más: desnudarse a sí mismos, mirarse de manera crítica, ser implacables (así lo fue Pablo Palacio en su escritura). Hago un paralelo literario, porque no sé si el cine ecuatoriano se está cargando en hombros, como pasa a veces en la literatura, la responsabilidad del retrato nacional.

Sin muertos no hay carnaval me deja perplejo porque es innegable el cuidado en la realización y producción, y por ciertas elipsis muy sugerentes, pero también me advierte que el cine ecuatoriano, si quiere salir adelante, no puede seguir en una línea no diré de retratos, que siempre se querrán y habrá cineastas dispuestos a realizarlos, sino de mayor coherencia con los mundos de los guionistas y realizadores, que parecen seres silenciados y reprimidos respecto a sus propios mundos, mundos que quizá no sean un retrato de la parte más tópica del país, pero que ciertamente podrían ser mundos menos paternalistas, más auténticos y críticos hacia sí mismos. Cumplida la ascesis propia, la imaginación se lanza liberada a todos los terrenos. Tocará recibir los reproches del propio medio criticado, el de los mismos creadores y sus cercanías, pero eso creará nuevos espectadores, los que no dan las correctas palmaditas nacionales de lo mismo. (O)