Los éxitos suelen tener un solo padre o madre y los fracasos, ninguno. Casi nadie, ante los hechos consumados que acabaron con las esperanzas de muchos, tiene la capacidad de criticar sus acciones y a la luz de los sucesos buscar opciones y alternativas. El llamado socialismo del siglo XXI nos ha traído muestras más que elocuentes de fracasos en la gestión democrática con una clara y decidida vocación de aprovechar los buenos momentos económicos para aplicar políticas de distribución insostenibles que han llevado a que pueblos ricos, como Venezuela, Brasil o Argentina, hoy muestren claros signos de decadencia con poblaciones enteras hurgando en los basurales algo que comer o teniendo que emigrar masivamente hacia territorios contiguos para hacerse con algo que llevar a la boca. No hace falta recordar el fracaso en el sistema de salud, la corrupción rampante y las claras violaciones a los derechos humanos que han pasado a ser sello de estas administraciones que se han llenado la boca de pueblo para acabar hambreando a poblaciones enteras.

No hemos escuchado hasta ahora a nadie desde adentro que reconozca qué es lo que ha fallado. ¿Qué es aquello que no se hizo como se debía y por qué el fracaso ha coronado una década y media en que han tenido todo para hacer crecer a sus pueblos pero que han terminado empobreciéndolos aún más. Nadie de entre los intelectuales orgánicos ha dicho por qué en medio de la abundancia, la carencia de capacidad de gestión y la rampante corrupción tiene, sin embargo, el sello del desencanto. La mea culpa sigue siendo un rasgo ausente de sociedades adolescentes incapaces de madurar hacia un modelo de desarrollo donde el ser más implique signos de adultez que tienen en la crítica eso que Octavio Paz denominó creatividad.

Nadie ha esgrimido argumentos que permitan entender cómo un ciclo de abundancia económica acabó en las peores formas de carencia, como aquellas que socavan la vida y la dignidad de muchos.

Capacidad de ver con ojos desapasionados lo que no ha funcionado y cómo mejorarlo. Alguien dirá que esa es una capacidad que no puede medirse a grupos que han alcanzado el poder como consecuencia de la notable desilusión hacia gobiernos anteriores y que no tenían una agenda a favor de algo sino solo una contestación en contra de muchos, de algunos o de ciertos sectores. No se puede pedir una capacidad de la que se carece cuando es imposible observarse hacia adentro con ojos críticos la verdadera esencia del poder que les ha tocado en suerte administrar. Los extraordinarios precios de las materias primeras en los mercados internacionales, el crecimiento chino o el despertar de la India supuso unos cuantiosos ingresos que han sido dilapidados por gobiernos que no encontraron jamás el equilibrio entre la voluntad de cambio de un pueblo y el decidido afán de estos gobiernos de parecerse en todo aquello que habían condenado a los anteriores.

Tal vez lo único que pueda colegirse de estas circunstancias y que ingresa en otro ciclo de década perdida es constatar la carencia real y decidida vocación democrática y el notable sesgo autoritario que domina todavía a largas capas de la sociedad latinoamericana. Nunca terminamos por aprender. Jamás podemos ver con anticipación y racionalidad aquello que debe funcionar correctamente para sacar de la pobreza y marginalidad a varios sectores de la sociedad. Seguimos en la senda del decidido afán de fracasar aunque el mismo sea presentado como revolucionario, de cambio y popular.

No hemos escuchado hasta ahora de la boca de varios de estos líderes por qué han fracasado. Por qué la marginalidad y la violencia se incrementaron geométricamente en capitales como Buenos Aires o Caracas. Nadie ha esgrimido argumentos que permitan entender cómo un ciclo de abundancia económica acabó en las peores formas de carencia, como aquellas que socavan la vida y la dignidad de muchos.

Es un tiempo de mea culpas que nos permitan a todos entender el fracaso reiterado de un nuevo ciclo de abundancia en América Latina. Es una gran deuda que esperamos sea saldada muy pronto. (O)