El otro día me volví a sorprender de una afirmación tan corriente como el saludar cada mañana: “gente de bajos recursos”. Es evidente su primer significado, ese que se entrelaza con el entender económico del mundo. Importantísimo: para unos lo único, para otros, por suerte, entienden su lugar. ¿Bajos recursos? Económicos, materiales tal vez, pero, ¿son esos los “únicos” recursos? Recuerdo hace unos días haber impartido una clase de filosofía en la que hablábamos de la belleza, y (la verdad no me sorprendió), los comentarios más acertados, más “relamidos”, más vivenciales, fueron los de unos alumnos músicos. No digo solo porque sean gente en general más “sensible”, sino que eran gente “sencilla, humilde” (otro extraño sinónimo para “gente de bajos recursos”). Repito, la verdad me parece curiosa esa afirmación, porque (no siempre debe ser, ni tiene que ser así) por momentos da la impresión de que a más “recursos” materiales, menos recursos emocionales, intuitivos. Menos corazón.

Sí, tal vez puede ser porque la gente con “recursos” tiene cada vez más “prioridades” falsas, extrañas. Si uno se aleja un poco y observa con un poco más de perspectiva, nota el vacío de esa ansiedad por un Like, de ese beso amargo que es copiar por ser el “mejor del curso”. Esos músculos hinchados de polvo frente a esos músculos desarrollados por sacar polvo, por cavar, por cultivar el campo. Capaz sea adecuada esa idea de que cuando menos cosas materiales hay, en todo caso, menos sofocación con ellas, florecen las inmateriales, que son, ahora sí, los auténticos recursos.

... me parece curiosa esa afirmación, porque (no siempre debe ser, ni tiene que ser así) por momentos da la impresión de que a más “recursos” materiales, menos recursos emocionales, intuitivos. Menos corazón.

En este momento nos encontramos frente a muchos caminos para adentrarnos en el tema de nuestro diálogo. Decidiré seguir el que tomó Alexander Supertramp en Into the Wild (Hacia rutas salvajes): el camino de la naturaleza. Y es que nos hemos acostumbrado a vivir en un mundo artificial y gris; ciudades construidas sobre el ídolo de la utilidad. El otro día observaba con tristeza cómo tumbaban uno de los pocos árboles que quedaban por mi casa. Ese reducto de belleza. Tala, desentierra y tapa en cemento. ¿A qué hemos llegado? Es mejor estar dentro de casa, que fuera. El exterior se ha vuelto más antinatural. El césped ha sido drenado y sustituido por calles sucias, que sostienen una de las contaminaciones más ridículas de nuestro tiempo: los pitos. Aunque tampoco hay que criticar solo a los autos. Ahora casi no hay cosa que no tenga su pitido. En el campo se despiertan con un gallo, en la ciudad con la alarma de la casa de al lado (que para colmo, se activó por un gato que cruzó la cerca).

Intentaré no ser tan negativo. Por suerte en nuestro país aún no es práctica común la aberración de decorar la ciudad con “naturaleza artificial”. Árboles de plástico. ¿En qué momento se volvió mejor un jugo de naranja hecho de polvo, que uno recién exprimido? Por suerte, todavía no es práctica común. Y, ¿el cielo? La salvación. Nadie ha osado tapar la ciudad con una esfera gigante. El cielo nos salva. No importa donde estemos (en un mar de autos y pitos), podemos huir a esa bóveda de belleza. Aún podemos sujetar las nubes clavándolas con la mirada, como diría Salinas.

En fin, por ello siempre me desconcierto cuando escucho lo de “bajos recursos”. Es verdad que ese calificativo, cuando es dicho con esa connotación negativa, distinta al simple hecho de tener menos recursos materiales, sale de boca de esos “dogmáticos de lo “importante” (cabe lo de doble comilla). Por suerte, son los menos.

Y volvemos a esa idea sobre la que hablábamos en clase, sobre la belleza. Y es que esa palabrita nombra las cosas que nos hacen sentir en casa. Como los momentos. Como un atardecer o una conversación con un café. No dejemos de lado esos auténticos recursos: la naturaleza, las personas. Tal vez si no valoramos la belleza, mostramos que tampoco nos sentimos en “casa” en nosotros mismos. (O)