Aunque una narración ficcional acontezca en el pasado y en otro continente, la lectura de un buen relato siembra interrogantes para el tiempo presente del lector. La novela Los once (2009), del escritor francés Pierre Michon, permite que nos preguntemos cómo sería el retrato que de sí mismos los principales actores correístas están preparando para consumo del futuro. En esta novela, cuya trama sucede en el París de 1794, antes del arresto y la ejecución de Robespierre, un grupo de cercanos y sanguinarios colaboradores del líder encarga un retrato para que tenga, al mismo tiempo, dos interpretaciones distintas.

Los diez miembros del Comité de Salvación Pública –especie de Ejecutivo del proceso revolucionario– deben aparecer representados con toda la majestad del poder junto a Robespierre. La pintura debe servir –en caso de que Robespierre conserve el mando en forma definitiva– como una prueba innegable de la grandeza del líder y de la lealtad de los restantes constructores de la revolución, y también –en caso de que caiga Robespierre y sea llevado a la guillotina– debe ser la prueba irrefutable de la ambición desenfrenada del tirano que se pone por delante para ser idolatrado. Es “la trampa en forma de pintura”.

¿Qué hombres y mujeres de este correísmo que agoniza en medio de escándalos de corrupción querrán aparecer retratados junto a Correa? ¿Querrán ser rememorados como la parte sólida del equipo? ¿O habrá algunos que se tomarán la foto oficial de despedida para luego afirmar, si salen en segundo o tercer plano, que ellos no son responsables de los fracasos porque el gobernante les negó el lugar que merecían? No tenemos idea de las pasiones desatadas –los “desenfrenos oficiales”, escribe Michon– en el entorno del Palacio de Carondelet cuando faltan seis meses para que al presidente Correa se le acabe el poder.

Michon ilumina ese oscuro rincón en el que ser el representante de un pueblo se confunde con la manía de creerse un rey, puesto que un reinado es “la merced de tener a disposición de uno y bajo su dependencia no imaginaciones o fantasmas, o, lo que viene a ser lo mismo, cuerpos de esclavos forzados, como nos pasa a todos, sino almas vivas en cuerpos vivos”. ¿No hemos visto con estupor, en la revolución ciudadana, la proliferación de la farsa de personas que aceptaron reinar junto a Correa y que fueron disolviendo su personalidad y contradiciendo sus principios con el fin de agradar al poderoso?

Para un personaje de esta novela, hablar de política es caer bajo, dado que para cada uno de nosotros hay muchísimos ámbitos de la vida que son más fundamentales que el de la política. Los once plantea la sospecha de que la verdad no importa cuando entramos en el terreno del poder; además muestra los mecanismos mentales de aquellos políticos dispuestos a falsear la realidad porque en sus delirios nadie gobernó mejor que ellos. Para el narrador, este cuadro es una sagrada cena laica “falsificada porque el alma colectiva que en él se ve no es el Pueblo, el alma inefable de 1789, es la vuelta del tirano global que se hace pasar por el pueblo”. (O)