Vivo en Alemania desde hace nueve años y me acabo de dar cuenta de que no soy la “típica” migrante. Me lo hizo notar un señor con su tremendo comentario racista: “usted es demasiado blanca para ser ecuatoriana”. Con siete palabras mágicas me convirtió en migrante hasta en mi propio país, Ecuador. Desterrada, decidí mudarme a vivir con todos mis amigos al país de todos, o sea de nadie, donde no importa la raza ni el color de la piel: la pantalla de los dispositivos electrónicos. Desde allí opinamos sobre política y religión, trabajamos, vamos a restaurantes y mostramos la comida mientras comemos, abrazamos a nuestros hijos con más amor, nos casamos y descasamos, nos quejamos del tráfico y de los precios, somos feministas y machistas a conveniencia.

Todo marcha tan rápido y ligero en este nuestro mundo virtual que algunos se confunden y piensan que si una reclama contra la tortura, violación y asesinato de una chica como síntoma de una sociedad que incuba este tipo de crímenes entonces está justificando la violencia contra hombres y otros seres vivos. Y se ponen bravísimos si una, en lugar de defender a “todas y todos”, se concentra conyuntural y específicamente en un tipo de violencia con un nombre horrible, sí, feminicidio, pero más horrible es que suceda, y tanto. En este nuestro mundo virtual fluye tal cantidad de información que también surgen acertadas analogías: ¿habrá que atacar también a Martin Luther King por no defender los derechos de otros grupos étnicos?, ¿o se creía que solo a los negros los maltrataban?

En fin, conectada 24/7 con todos y todas y todo y toda, nos insultamos, debatimos, nos corregimos, malinterpretamos e ignoramos. En este nuestro mundo virtual hay quienes disfrutan de diseminar noticias tan terroríficas que se me meten hasta en la cama. Y al despertar me pregunto hasta dónde quiero saber lo que está sucediendo. Lo que está sucediendo… ¿pero dónde? Si todos vivimos en un mundo virtual, dentro de nuestros dispositivos, ¿de qué “hechos reales” estamos hablando?, ¿a qué mundo nos referimos cuando nos enfurecemos contra Monsanto o ridiculizamos a Trump? En algún mundo deben vivir, ¿no? ¿O debatimos todos en coro sobre algo que dijo uno que dijo otro que vio en la tele que informó un medio de un país que dicen que existe? Ambos temas parecen muy reales (hay fotos, vídeos, declaraciones, gente que incluso “ha visto” cosas) hasta que nos reencontramos con películas como “La profecía”, por poner un ejemplo, y nos parece que nuestro mundo “real” no es más que la segunda temporada de una saga de terror.

Todo marcha tan rápido y ligero en este nuestro mundo virtual que algunos se confunden y piensan que si una reclama contra la tortura, violación y asesinato de una chica como síntoma de una sociedad que incuba este tipo de crímenes entonces está justificando la violencia contra hombres y otros seres vivos.

Hoy, por ejemplo, un periódico alemán nos informa que por la ciudad de Leipzig rondan payasos macabros que atacan por la noche a los paseantes. Exactamente como en esa película con la que me arruiné la infancia, la del payaso maldito donde una cara ensangrentada aparecía tras una bola de algodón de azúcar (de ahí mi fobia al algodón de azúcar y a los payasos). Pues así mismo, envueltos en el manto algodonoso de la noche, estos payasos disfrazados de payasos aterrorizan hoy a los incautos. Ha corrido sangre, incluso, y la policía alemana está “enervada”, dice el diario, con esta “moda proveniente de los Estados Unidos”. Y eso no es nada en comparación a lo sucedido en Mar del Plata, cuyos detalles prefiero no repetir porque ya tuve tres días de pesadillas. ¿En qué mundo están pasando estas cosas?, me pregunto. ¿En ese mundo de allá afuera, afuera de mi dispositivo, están pasando esas cosas de las que me entero solamente gracias a mi pantalla? Sucede como con las películas de horror, que transcurren en la pantalla pero el horror mancha las paredes de tu propia habitación.

Muerta del miedo, ¿dónde esconderse? No, mejor no esconderse. Más vale salir a la calle a protestar, digo, pero para no herir sensibilidades voy de una vez a protestar por todo lo que es injusto en este mundo y a defender los derechos de todos y todas, contra los violadores, los payasos y los neonazis, contra los terroristas y los políticos corruptos, contra el tráfico inmundo de Quito, contra la maquila, la explotación de trabajadores en China y Bangladesh, y ya que estamos en eso, de una vez contra el racismo de gente “viajada” y “educada” que dice cosas atroces contra los chinos en mi propia cara. Voy a salir con un cartelote que diga: Protesto. Contra todo.

Pero, díganme, ¿a dónde salgo, a las calles de Leipzig, de Buenos Aires, de Quito? No, mejor no salgo. Voy a difundir mi protesta acá nomás en mi mundo virtual. ¿Pero, éticamente hablando, tendría que protestar contra todo eso de lo que “me entero” o solamente contra aquello que “me consta” por experiencia? Si me pongo megasolidaria me olvido hasta de plancharle el vestido (perdón, el pantalón) a mi hija, y si solo reacciono ante los problemas que veo con mis propios ojos corro el riesgo de pasar por alto los hilos invisibles que tienen al mundo como está, así tan feo. ¿Pero en serio está tan feo el mundo, tan como una película de terror? Y si apago mis dispositivos electrónicos y me permito disfrutar del vuelo, ¿será demasiado egoísta?, ¿seré demasiado blanca, demasiado mujer, demasiado políticamente incorrecta como para irme a pasear al parque con mi hija al anochecer? (O)