Nunca admití que pudiésemos nacer culpables, necesitando por la misma razón ser bautizados, regados con agua bendita para lavar nuestra alma de una mancha milenaria. Tampoco me siento culpable de que los romanos hayan crucificado a Jesús o que Hitler haya invadido a Rusia. En realidad sabemos que Adán y Eva nunca existieron, no sé a quién se le ocurrió que el árbol del bien y del mal podía ser un manzano, no puede existir un paraíso que incluya prohibiciones ni logro concebir que existiera un ser humano privado de curiosidad; tampoco considero que el hecho de andar desnudo o de trabajar sean maldiciones, me alegra que la mujer pueda parir sin dolor, me sigue indignando que se la haga responsable hasta de nuestro fallecimiento: “Por la mujer comenzó el pecado, por culpa de ella morimos todos”, reza la Biblia, y remata: “No hay peor herida que la del corazón, ni peor maldad que la de la mujer”. “Si no se somete a ti, apártala de tu compañía” (estoy citando textualmente). El Corán anda por iguales chaquiñanes proponiendo incluso grandes castigos, hasta el maltrato: “Aquellas cuya animadversión temáis, amonestadlas primero; dejadlas solas en el lecho; luego pegadles; pero si entonces os obedecen, no tratéis más de hacerles daño”. O sea hay que pegar sin dejar marcas, el castigo es la privación del acto sexual.

Cuando era un niño bueno, encarrilado sin mi consentimiento hasta determinada religión, el cura de mi pueblo nos sermoneaba hasta dejarnos estresados: “Cada pecado que tú cometes es una espina más en la corona de Cristo crucificado”. Una noche, en ausencia de mis padres, me trepé en una silla para alcanzar un tarro de mermelada en el que metí con suma fruición un dedo travieso. La casualidad hizo que en aquel preciso momento un rayo iluminara la sala, oí un tremendo estruendo, pensé que un dios castigador, sea Zeus o Jehová, me lanzaba advertencias desde el Olimpo o desde un cielo que nunca logré localizar, pero podía imaginar más allá de la bóveda celeste. Las imágenes que mandó el telescopio espacial Hubble me ayudaron a eliminar mis supersticiones. Difícil es que alguien pueda convencerme de que los millones y millones de humanos fallecidos estén alojados para toda la eternidad en sitios paradisiacos de los que no tenemos descripciones o una gehena de fuego en las que nos asaríamos como bifes chorizos en parrillada por las faltas cometidas, siendo entre las peores nuestras travesuras amorosas.

¿Entonces de qué podemos sentirnos culpables? Pues de tantas cosas: no amar, ser injustos, maltratar, contaminar, robar, matar, calumniar, explotar, destruir, mentir en cosas esenciales, volvernos fanáticos. Y si violar es imponer un acto sexual en contra de la voluntad de una mujer, el mismo esposo puede ser culpable de semejantes actos.

Si nadie puede ser malo voluntariamente como lo quiso Sócrates, queda evidente que nuestra culpabilidad depende del desarrollo de nuestra conciencia. En este caso, así como me lo contestó Juan Manuel Serrat: “Más que culpables, debemos sentirnos responsables”. Cargo en mi personal ética muchas faltas a las que sigo deplorando. Deberíamos tener varias vidas para enmendar nuestros errores. (O)