Los robos en las calles y en los buses son frecuentes. En muchos casos no solo roban el celular, sino que atacan con algún arma de fuego o con arma blanca a la víctima, quizás para asegurarse de que atemorizada no denuncie el hecho y no se atreva a identificar al atracador. A veces, quien recibe la bala es otra persona que caminaba cerca y que reaccionó gritando “ladrón, ladrón”, mientras el malhechor huye. En estos casos, algunos ciudadanos ponen la denuncia, otros no lo hacen porque lo consideran inútil. Muchas veces su rostro aparece entre los que se anuncian como peligrosos y buscados por la Policía. En cualquier caso, el delincuente atentó contra la propiedad de un ciudadano y puso en riesgo su vida. Nadie duda de que debe ser capturado y castigado conforme a la ley. Y, la mayoría de las personas, lo rechazarían de su entorno, porque está señalado para siempre como deshonesto y peligroso.

Lo extraño es que cuando alguien, portando un contrato, exhibiendo su función pública y utilizando su poder, se adueña del dinero que es del Estado y, por lo tanto, de todos, muy pocas veces gritamos para atraer la atención de los transeúntes y de la Policía para que sea capturado y castigado como corresponde. El hecho es esencialmente el mismo, la diferencia está en que en el primer caso se roba a uno, en el segundo se roba a millones, a todos los ciudadanos. En el primer caso se pone en riesgo la vida de uno o de dos, si alguien está cerca. En el segundo caso se pone en riesgo la vida de miles, ese dinero es parte de los ingresos públicos, con los que se atienden las necesidades de salud de la población, se construyen las carreteras adecuadas que eviten o disminuyan los accidentes mortales, se apoya o se debería apoyar a quienes cultivan la tierra para que haya alimentos suficientes para todos. Cuando el Estado es víctima de un atraco, miles de personas están en riesgo.

Más incomprensible aún es que en el primer caso, el atracador, que roba celulares o relojes, queda señalado como peligroso y enemigo de la seguridad ciudadana y, en el segundo, los atracadores que roban millones de dólares desaparecen del país antes de que las autoridades organicen su captura, y con el paso del tiempo conocemos que gozan de lo mal habido en algún lugar del mundo; muchos envidian su situación y, si pueden, aceptan su amistad y comparten sus fiestas, yates, automóviles y comodidades.

No nos engañemos, en el primer caso nos sentimos asaltados, en el segundo, si nos enteramos, lo compartimos como un chisme y, a lo mejor, hasta damos por sentado que no hay nada que hacer, se nos pasa que estamos siendo asaltados con el arma del poder mal usado y que eso es más peligroso que lo primero, porque afecta a muchos y porque hiere la moral pública, crea desesperanza y lo que es peor, aunque no lo parezca, crea moldes de conducta que llevan a pensar que es inevitable ser deshonesto en la función pública, lo cual es injusto para los que sí son honestos y peligroso para todos, pues hay quienes lo aceptan como verdad y lo convierten en práctica cínica que se multiplica en la nación. (O)