Abrí el diario, me impactó aquel desierto blanco en el que refulgía la diminuta fotografía de Orlando Alcívar Santos. Se me encogió el alma al saber que un paro cardiaco había sido la causa de tan lamentable desenlace. Mirando aquel agujero que casi eclipsaba el resto de la página, experimenté el vértigo que nos sumerge cuando frisamos un abismo. Todos los que, día a día, plasmamos nuestro pensar, nuestro sentir, tendremos derecho al espacio vacío, la diminuta fotografía. Entonces nos embarga una sensación de fragilidad, sopesamos la fugacidad de nuestras opiniones, no es tan seguro que podamos dejar una cicatriz en el mapa.

Ser columnista en la página editorial, entre tantos periodistas, es un gran honor. No dejo de recordar aquella sesión, en 1999, cuando se me invitó a ser parte del importante espacio. Me sentí a la vez honrado, aterrado, arriesgué mis dudas diciendo que tal vez escribía de un modo irreverente, a lo cual el director, don Carlos, me contestó con una cálida sonrisa. “Es lo que de ti esperamos”. Jamás olvidaré aquel empujón que diluyó mis incipientes temores.

El castellano es un lenguaje lleno de matices, los sinónimos son imprescindibles a la hora de escoger una palabra. No es lo mismo hablar de pena, desconsuelo, aflicción, amargura, pesadumbre, inquietud, zozobra, desazón. Existe un trecho entre la melancolía y la nostalgia. El hecho de ganar el segundo premio en el Concurso Ismael Pérez Pazmiño (1978) me afianzó algo más en el idioma, aprendí mucho de Camilo José Cela, de Hernán Rodríguez Castelo, devoré la poesía de las diversas épocas, el contacto urbano me enseñó que una jaba de cervezas podía ser una chancleta de bielas, que existían más de cien palabras o perífrasis para calificar las relaciones sexuales, poco a poco me volví guayaquileño. Cuando me preguntan por qué no me nacionalicé, contesto que no existe con Francia la doble nacionalidad. Por más que me haya enamorado de una guayaquileña con la que tuve cuarenta años de felicidad matrimonial, por más que hayamos procreado una hija franco-ecuatoriana, no puedo renegar de Francia mi madre, de mis familiares o antepasados. Me siento unido a Ecuador, sin papeles ni certificados, por lo que suelen llamar ustedes unión libre; me estremece muchas veces oír el himno nacional, un pasillo que remuerde mi sensibilidad: “Todo lo que quise yo tuve que dejarlo lejos”, “El día que me faltes me arrancaré la vida”, sobraron las ganas de morir cuando me quedé solo, pero llevo cincuenta años ya viviendo frente al río, me volví guayaquileño por ósmosis, por contacto directo. Luego están los correos electrónicos, el diálogo con los lectores, los que comparten, los que discrepan, están los treinta años en que compartí cada día en la televisión la vida de quienes me sintonizaban. Unos setenta y cuatro de mis entrevistados ya fallecieron, considero como una suerte el hecho de haber rebasado los ochenta años. Cada día imagino lo de la columna vacía con la foto mía silenciosa, me vuelvo insignificante en un planeta que gira a 1.700 kilómetros por hora. Vivir es sostenernos fuera de la nada. (O)