El lunes 26 se firmó la paz en Colombia, que la ciudadanía de ese país debe aprobar en un referendo.

Es un acontecimiento que hay que celebrar desde lo más hondo de la solidaridad, el respeto y la admiración al pueblo colombiano. Un conflicto que ha dejado a lo largo de más de 50 años cerca de siete millones de víctimas de diversos delitos.

Hablar de la paz es relativamente fácil, sobre todo cuando se queda en generalidades. Aún los señores de la guerra, los fabricantes de armas –primer rubro de enriquecimiento en el mundo–, dicen frases hermosas cuando hablan de ella. Los eslóganes almibarados son recurrentes. Pero el mundo, del que hacemos parte, muestra que la paz es una realidad lejana, a veces muy lejana.

Construirla, alimentarla, hacerla posible es una tarea ardua en una humanidad acostumbrada al miedo y a la división.

Mientras no encontremos la interrelación e interdependencia que existe entre las conductas de los que nos autocalificamos “los buenos” y la de los que llamamos “los malos” (creyentes y no creyentes, demócratas y terroristas, gobierno y oposición, etc.), no seremos capaces de percibir la unidad subyacente a nuestra frágil condición humana. Todas las olas que hacemos para diferenciarnos, oponernos y matarnos, se estrellan cuando un terremoto nos iguala, un tsunami nos amenaza, la muerte nos hermana.

Por eso leer la carta de Sandra Inés Henao de Flórez, la esposa del militar que acompañó e intervino activamente en el proceso de paz colombiano, y quien es un especialista de las FARC, no desde el escritorio precisamente, me conmovió. Hay que creerles a quienes han estado sumergidos en el conflicto y tienen una experiencia que debemos escuchar.

“Si alguien me hubiera dicho que creer en la paz era tan difícil, nunca lo hubiera creído. Cuando estuve en la guerra, porque lo estuve, en la guerra pura, era fácil. Pensar que era el único camino posible. Vivir con miedo. Temer por la vida. Odiar. Estar tal vez dispuesta a disparar un arma. Por defender no tanto mi vida, sino la de mis hijos. Porque la lucha era la solución.

“Aunque veía la sangre de mi pueblo derramarse en los caminos de mi patria. Aunque vivía en velorios y en entierros. Aunque abracé a tantas viudas y huérfanos. Y familias de secuestrados.

(…)

“Este gobierno me enseñó, nos enseñó, nos dio la oportunidad de pensar que había otra manera de vivir.

“Y mi esposo, el más grande guerrero, comprendió que era posible hablar y llegar a acuerdos, sin disparar, sin derramar sangre.

“Desarmando el espíritu y hablando con su enemigo eterno.

“Y lo hizo.

“Fue muy difícil hasta para nosotros entenderlo. Vencí mi temor de cambiar mis creencias.

“Vencí la historia de 50 años de mi vida de guerra.

“Y decidí perdonar. Eso, solo eso valía la pena. Pedí perdón por alguna vez creer, ingenuamente, que el único camino era el de la violencia.

“Desarmé mi espíritu. Desarmé mi alma.

“Y decidí creer. Porque entendimos que hablando, perdonando, acordando, dándole una oportunidad a nuestro país. (Estábamos en el mejor camino). No ha sido, no será fácil, no está inventada la paz”.

(O)