Los constantes cambios en las sociedades civilizadas y el desarrollo de sus actividades productivas determinan la dinámica evolutiva del derecho como materia de las ciencias sociales. El impacto ambiental de las actividades humanas surgió desde la revolución industrial y se intensificó exponencialmente a comienzos del siglo pasado. De esta proliferación no quedó exenta la legislación destinada a proteger el ambiente. Resultado de ello es el derecho ambiental, rama de la ciencia jurídica que, al día de hoy, constituye una materia indispensable en los programas académicos de las escuelas de derecho.

La preocupación mundial por los temas ambientales y ecológicos se explica por los desastres naturales, el deterioro de la biodiversidad y la afectación de los ecosistemas frágiles, como consecuencia del cambio climático, cuya relación de causalidad con el calentamiento global, no obstante la incontrovertible evidencia empírica, pretende ser falseada por oscuros y poderosos intereses corporativos de tinte libertario. La toma de conciencia que ha experimentado la ciudadanía cosmopolita subyace a la normativa jurídica contenida en varios instrumentos internacionales de derecho. El Ecuador, lejos de eludir esta problemática que trasciende las fronteras nacionales, ha asumido su responsabilidad jurídica de manera oportuna, mediante la suscripción y ratificación de cuanto pacto, declaración o acuerdo ha sido impulsado por la Organización de Naciones Unidas en materia ambiental. En línea con sus compromisos internacionales, a nivel estatal nuestro país ha sido pionero en la creación de capacidades normativas, institucionales y jurisdiccionales para garantizar el derecho de la población a vivir en un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. El abrumador interés de los ecuatorianos por la protección y conservación del ambiente se vio consolidado con el resguardo constitucional de la naturaleza o “Paccha Mama” como nuevo “sujeto de derechos”.

Sin embargo, nuestra realidad normativa interna dista mucho de ser ideal: no exageramos si aplicamos el calificativo de “caos legislativo” a la dispersión de las piezas jurídicas contenidas en tratados, protocolos, leyes, reglamentos, ordenanzas y resoluciones que actualmente componen el derecho ambiental ecuatoriano. En efecto, la existencia de un sinnúmero de disposiciones superpuestas, redundantes y, muchas veces, contradictorias, generan un estado de confusión y anomia, especialmente entre los operadores jurídicos y los usuarios del “sistema nacional descentralizado de gestión ambiental”.

Basta con analizar el tema de las competencias de los diferentes niveles de gobierno, para evidenciar que la estructuración jurídica de las potestades administrativas no satisface los componentes exigidos por el principio constitucional de coordinación. Estos desarreglos en la legislación hacen de la regularización ambiental todo un proceso engorroso y cansino, incluso para las propias entidades de control, que desincentiva a los administrados a adecuar sus actividades productivas a los estándares de “calidad ambiental”. La gravedad de lo manifestado se intensifica puesto que las falencias descritas resultan, a su vez, incompatibles con el derecho constitucional a la seguridad jurídica, que es un presupuesto básico de todo proceso de creación y de aplicación del derecho.

En este contexto, y dada la urgencia que impone la agenda ambiental planetaria, reviste de una importancia colosal la expedición de un nuevo cuerpo legal en esta materia que defina reglas claras tanto para las autoridades como para los administrados. El proyecto legislativo del Código Orgánico Ambiental (COA), cuyo primer informe se encuentra listo para ser tratado en primer debate por la Asamblea Nacional, debe contemplar una estructura jurídica que establezca la jerarquía normativa que le corresponde por mandato constitucional, contener principios y reglas actualizadas, prever un mecanismo expedito para la armonización de la legislación en todos los niveles de gobierno y definir un marco de acción para afrontar los efectos del cambio climático. Además, constituye un imperativo categórico la obligación de satisfacer los derechos de los individuos y colectivos a vivir en un ambiente sano, acorde con los “derechos de la naturaleza”. Por otra parte, el COA debe contener un régimen de incentivos, pensemos en programas tipo “Socio bosque” o “Blue carbon”, que haga de la protección y conservación del ambiente una práctica atractiva y beneficiosa para todos los actores sociales y económicos, especialmente para las matrices productivas que asuman su responsabilidad ambiental. En definitiva, resulta necesario desistir de la ideología persecutoria y sancionatoria latente en la legislación vigente, debemos aprovechar la coyuntura política para convertir a este nuevo código en una herramienta, no ya de represión, pero sí de control y regulación, que se encuentre al servicio de toda la colectividad. (O)

Xavier Valverde C., abogado, Guayaquil