Ecuador ha sido pionero en la región respecto a la participación política de las mujeres. La significativa lucha por reconocer y ejercer el voto femenino se concretó el 10 de mayo de 1924. El mérito de esta histórica hazaña lo tiene la lojana Matilde Hidalgo, quien superó sucesivos obstáculos legales y morales de su época para acceder al bachillerato, la universidad, las urnas y la administración pública, privilegios que hasta entonces eran reservados únicamente a los hombres. Matilde Hidalgo fue la primera doctora en medicina de nuestro país y la primera mujer empadronada que ejerció el voto después de haber defendido con firmes argumentos su derecho a sufragar en condiciones de igualdad de género.

Desde entonces muchas mujeres ecuatorianas organizadas en movimientos sociales y feministas han luchado por ampliar su derecho a decidir y participar en los espacios de gobierno, aportando a la transformación de las relaciones de poder. Con la expedición de la Ley de Cuotas en 1997 se genera una normativa orientada a superar la brecha de género y alcanzar igualdad de oportunidades para las mujeres en diversos ámbitos, sin embargo el rol de la mujer en la participación sociopolítica sigue marcado por la inequidad. La Constitución de 1998 ya consideraba varios logros sobre los derechos de las mujeres en cuanto a la participación equitativa de mujeres y hombres en los procesos de elección popular, las instancias de dirección y decisión en el ámbito público, la administración de justicia, los organismos de control y los partidos; y desde la Constitución del 2008 es posible hablar de paridad, secuencialidad y alternancia de género en la política.

Los indicadores de acceso de las mujeres a espacios de poder han ido mejorando, pero es ilusorio pensar que con eso basta para lograr condiciones de igualdad. Un claro ejemplo se presenta en la Asamblea Nacional donde existe una mujer presidenta y dos mujeres vicepresidentas, sin embargo aquello no ha significado que las reivindicaciones de género se conviertan en una prioridad política del poder legislativo, por el contrario en muchos casos la imposición dogmática de la presidencia y la disciplina partidista han prevalecido por sobre las convicciones y los principios democráticos, limitándose la apertura de espacios amplios de debate sobre temas sensibles que garanticen a las mujeres la autodeterminación y una vida libre de violencia, desigualdad y discriminación.

La incorporación de las mujeres al quehacer político no acaba con la discriminación ni garantiza el ejercicio libre y autónomo de sus derechos, por ello y tras diez años de un proceso político autodefinido como “progresista y revolucionario”, es propicio sincerar la prioridad que da el Estado a la política pública de género, para que no sea un espacio arbitrario de decisiones inconsultas de una élite burocrática y transformarlo en un campo de articulación entre la sociedad civil y el Estado, con el fin de construir una sociedad de mujeres y hombres comprometidos en la erradicación de patrones culturales machistas, capaces de asumir y defender el ejercicio de sus derechos, con el valor del conflicto como elemento transformador y constructivo, ya que el problema no son las diferencias sino la carga valorativa sobre el pensamiento disidente que silencia y excluye.