Una joven de 31 años se acaba de suicidar en Italia porque, pese a haber sido víctima de acoso digital, un juez falló en su contra, en el sentido de que tenía que pagar 20.000 euros por costas de un juicio que la había declarado víctima de tal acoso. Es decir, inocencia y parcial culpabilidad al mismo tiempo.

Los testimonios sobre un hecho que empezó cuando un exnovio subió a la red un video de contenido íntimo son múltiples. Toda clase de personas se burlaron de ella, desde habitantes comunes hasta futbolistas famosos. Se hicieron camisetas con la frase que pronunciaba en el video. La inundaron de imprecaciones por las redes sociales, es decir, la lapidaron. Por eso, lo pertinente del título de esta columna que recoge el comentario de un lector aludiendo a la novela bostoniana de Nathaniel Hawthorne, escritor de los Estados Unidos, del siglo XIX.

¡Con qué facilidad caemos encima de cualquier ciudadano y juzgamos su comportamiento! Las redes sociales han facilitado enormemente el carácter judicial de los seres humanos eximiéndolos del sano consejo del pasado de mirarse en el espejo antes de lanzar las piedras o de aquilatar el carácter transparente del tejado de la casa donde vive. La protagonista Perl de la novela mencionada vivió marginada por su comunidad y condenada a portar una A sobre el pecho por haber tenido una hija, sin un marido junto a ella. La vida como evidencia del pecado ha sido el lastre de la mujer, cuyo vientre fértil anidó el paso del placer, la seducción o la violación, dando lugar, según la mirada de turno, a la redención o al infierno.

En el caso de la muchacha italiana se trataba de jugueteos de alcoba, de gestos que no sopesan la personalidad del compañero de esos juegos que a la primera decepción o ruptura, toma venganza de la más ruin de las maneras. ¿Simplificamos el asunto con el dictamen de machismo? ¿O vemos en el entramado de los hechos la larga e hiriente mano de la maledicencia que siempre ha convertido la mirada y la palabra en la cuchilla decapitadora, en la soga de la horca, en la corriente eléctrica de la silla para exterminar sin el menor retorcimiento de conciencia a quien ha cometido un error.

No aludo al derecho ciudadano de participar en la vida política de un país desde la voz, casi anónima, que saca a la luz las necesidades agobiantes, los problemas que genera la desatención y los desaciertos públicos. Esa voz que está representada en las calles cuando se integra una marcha de protesta, cuando alguna carta a la redacción de un diario personaliza el drama cotidiano. Esa voz es legítima y significativa y debe tomarse como el otro extremo de un diálogo pocas veces practicado.

Me refiero a la crítica malintencionada, producto de prejuicios y desequilibrios inveterados que sus emisores no quieren revisar, me refiero al dogmatismo para apreciar la vida, a la creencia en ejercicio de roles intocables, a la negativa a aceptar las transformaciones que impone el tiempo.

Ni siquiera digo amor al prójimo. El llamado del hombre de Nazareth cada vez suena menos. (O)