Mientras el desempleo crece y las empresas cierran, mientras la crisis económica se agudiza y la incertidumbre aumenta, mientras la corrupción brama y la impunidad brilla, la dictadura no ha encontrado mejor forma de distraernos que embarcarse en una nueva cruzada para preservar el honor de nuestro pequeño emperador.

No es la primera vez que esto sucede, ciertamente. El asunto ha estado ya en la cartelera del circo con la que se ha venido gobernando al país en la última década, y ha tenido los más diversos resultados. Perseguir a la oposición, silenciar a la prensa independiente, atemorizar a los disidentes o fomentar el culto a la personalidad del actual dueño del país han sido algunas de las contribuciones obtenidas. La de ahora lo que está provocando es herir mortalmente la institucionalidad castrense, dividiéndola entre quienes caen en la ciega sumisión a los deseos y caprichos del dictador y aquellos que aún consideran que su lealtad es para con la Constitución y la ley y no para una persona.

El proceso de aniquilamiento social de Venezuela comenzó precisamente en este punto. Empezó con el sometimiento de sus Fuerzas Armadas a las necesidades y objetivos del movimiento político oficialista; comenzó poniendo a la institución militar al servicio del partido oficial y no al servicio del Estado y de la sociedad en su conjunto. Allá la destrucción de la institucionalidad militar corrió por varios andariveles antes de lograr su objetivo. El principal de ellos fue invitar u obligar, según el caso, a los militares a asumir funciones gubernamentales, especialmente en áreas empresariales. Otra fue la de fomentar resentimientos entre los diferentes estratos –tropa contra oficiales, oficiales contra generales, militares activos contra militares pasivos, y así por el estilo–, confundiendo intencionalmente las jerarquías propias de una institución como la militar con la lucha de clases sociales. El resto es ya historia. El modelo de la dictadura chavista descansa en la total desinstitucionalización de las Fuerzas Armadas y su entrega total al llamado “proyecto”. El futuro de los militares terminó amarrado a la sobrevivencia del Gobierno. Difícil es saber lo que está sucediendo en nuestro caso. Si bien hay serios indicios de desinstitucionalización, son visibles también los signos de resistencia.

El mejor espejo de adonde las Fuerzas Armadas no deberían ser arrastradas, o dejarse arrastrar, es lo que hoy sucede en las instituciones judiciales. La ciega sumisión de magistrados a las órdenes de la dictadura, el vergonzante silencio de sus más altas jerarquías frente a las groseras violaciones de los derechos humanos que se vienen cometiendo, la impresionante ausencia de un mínimo de dignidad de estos sumisos “operadores judiciales” son el exitoso resultado de un proceso de desinstitucionalización.

Cómo estarán las cosas que este señor recurre a esos jueces, a sus jueces de bolsillo, para que sean ellos los que velen por su honor. Y es que si hay un sitio donde las personas de bien no acuden para preservar su honor son precisamente los tribunales. No se diga los tribunales ecuatorianos. (O)