Los “progresistas” de la región tienen una cita este mes, programada para los días 28, 29 y 30 en Quito, donde se reunirán por tercera ocasión y tendrán nuevamente la oportunidad de intercambiar discursos, reforzar ideologías, alianzas estratégicas y consignas frente al complejo escenario latinoamericano.

Desde el primer Encuentro Latinoamericano Progresista (ELAP) realizado en el 2014, la preocupación de los progresistas es más o menos la misma. Qué hacer frente a la denominada restauración conservadora y la ofensiva imperialista, además de cómo mantener la gestión de sus gobiernos sin la gallina de los huevos de oro, es decir sin los excedentes de los recursos naturales. La publicitada Década Ganada fue maravillosa para el progresismo ecuatoriano mientras duró. Un período de bonanza económica de ensueño, inédito, que avivó el anhelo de industrialización e igualdad social en función del consumo de bienes y servicios. El problema es que la fiesta de los precios del petróleo se terminó, la capacidad de consumo de la gran clase media se desvaneció y el desgaste del progresismo se evidenció.

Como todos los años, las conferencias del ELAP se orientan a las adversidades que enfrentan los gobiernos progresistas y este año además se revisan los casos de Argentina y Brasil –donde la derecha tradicional ha ganado terreno de manera drástica y que con frágil legitimidad pretende dar clases de democracia– profundizando el análisis de sus alicaídas economías y conflictos sociales, como antítesis del bienestar progresista. Cabe preguntarse por qué el insufrible conflicto social venezolano no figura en la agenda, ni es adoptado como ejemplo de autocrítica. ¿Será que es más fácil señalar al “enemigo externo” que mirar la propia decadencia del modelo? ¿Dónde está el carácter progresista del encuentro?

El reto para lo que queda del progresismo es enorme, cómo sostener el poder, cómo seducir a las grandes mayorías en un escenario de déficit, recesión, desempleo, disminución del consumo, corrupción, en definitiva, en un escenario de crisis que evidencia la desigualdad y la persistencia del sistema neoliberal, con consecuencias que recaen otra vez fundamentalmente en quienes poco disfrutaron de la época de bonanza.

Esta vez el eslogan es “Por un pacto ético latinoamericano”, con el cual se expande a nivel regional la campaña del gobierno nacional, que dice contraponer la ética política con los paraísos fiscales, un pacto discrecional, una proclamación ética maleable que no aplica a la hora de firmar convenios económicos con empresas transnacionales involucradas en evasión y/o fraudes tributarios.

Entonces queda pendiente para el encuentro responder, qué significa ser progresista en el claroscuro de esta época, más allá de abrazar el discurso del socialismo del siglo XXI, ser simpatizante del legado de Chávez, implementar políticas redistributivas y sostenerse en la inversión pública, mientras se rehúyen cambios estructurales y se profundiza el paternalismo, el modelo primario-exportador y la economía social de mercado.

En nuestro país, la última década más que ganada ha sido gastada por el supuesto progresismo, que ha significado el desgaste de las fuerzas populares carcomidas por el autoritarismo, la desmovilización social, la burocratización de la organización colectiva, el incumplimiento de los derechos constitucionales de la naturaleza e irrespeto a la resistencia, limitándose el término progresista, al progresivo conservadurismo del Ejecutivo en temas valóricos, imponiendo el dogmatismo del presidente en la Asamblea, coerciendo toda propuesta alternativa, aunque provenga de su propio conglomerado.

Los “progresistas” siguen mirando su propio ombligo, alimentando su ego y autoafirmándose ciegamente, hasta acabar con la autocrítica y el mismo progresismo. (O)