A los gobiernos que han abandonado a sus pueblos solo les queda el oprobio, el olvido y la fuerza. Miles de personas están manifestando su repudio a gobernantes que se dicen encarnar el espíritu popular pero se oponen a sus mandatos. Los mandatarios se han rebelado contra sus mandantes y estos han salido a las calles, como en Venezuela o Brasil, para decirles que ya no toleran más ninguna forma de desgobierno y hacen oír sus voces de protesta de todas las formas posibles, incluidos los cacerolazos. Terrible metáfora para quienes han diseñado la democracia participativa pero le niegan su participación y hasta alimentos y medicina.

Vivimos tiempos nuevos donde la apertura y la transparencia fuerzan a que los gobiernos se expongan permanentemente a la consideración de la gente y esta tiene medios de comunicación nuevos que superan formas de censura anacrónicas y repugnantes. Maniobran mantenerse en el poder sobre una lógica imposible: que les tengan miedo. Cuando se ha perdido todo y más que todo la libertad, a los gobernantes deslegitimados solo les queda la fuerza y la violencia. Están provocando cotidianamente pero no pueden porque el repudio los desconcierta.

Los mandatarios se han rebelado contra sus mandantes y estos han salido a las calles, como en Venezuela o Brasil, para decirles que ya no toleran más ninguna forma de desgobierno y hacen oír sus voces de protesta de todas las formas posibles, incluidos los cacerolazos. Terrible metáfora para quienes han diseñado la democracia participativa pero le niegan su participación y hasta alimentos y medicina.

En Brasil han encontrado una fórmula constitucional en el caso de la defenestrada Dilma Rousseff que habla de “golpe” protagonizado, dice la afectada, por su excompañero de fórmula Michel Temer en un caso calcado a lo que aconteció en Paraguay con Lugo. No sería extraño que, como el exobispo, la veamos dentro de poco en el mismo congreso “golpista” cuestionando como lo afirmó al gobierno de turno. Esta ecuación, por repetida, pierde hasta sentido comentarla.

Lo único real es que cuando el gobernante ha perdido el respeto del pueblo, solo le queda la salida forzada o constitucional. En Paraguay y Brasil se han dado modelos del último caso y en Venezuela, a pesar del clamor popular interno y externo del referéndum revocatorio, Nicolás Maduro y su camarilla se empeñan en desobedecer los mismos argumentos legales que habían consagrado en su Constitución y leyes. Lo hacen porque reconocen el resultado que se viene y niegan tozudamente la realidad. No se animan a proclamarse aún dictadores quizás porque eso represente asumir la realidad sin máscaras. Creen que pueden mantener las formalidades en un sistema que a pesar de sus debilidades sigue siendo, como lo afirmaron alguna vez, “el menos malo de todos los modelos políticos conocidos”.

La solución legal es una opción cierta pero resistida por el poder de turno, la calle seguirá presionando hasta que no quede otra opción que escuchar su clamor o declararse en rebeldía contra la mayoría de un país al que no le quedará otra alternativa que la fuerza. La opción la tiene el gobierno de momento, aunque es imposible saber por cuánto tiempo y fundamentalmente a qué costo. Desafortunadamente, en claves históricas, nuestra tradición política latinoamericana no es pródiga en imponer la razón por sobre el fanatismo. Desde esa lógica perversa solo queda contar las víctimas para lamentar la insensatez que dominó la actuación de los gobernantes sumergidos en el repudio y el rechazo populares.

Los gobiernos autoritarios están en un callejón sin salida. Les cuestiona la peor de las fuerzas censuradoras: la realidad. (O)