Como esta semana irá J. M. Coetzee a la Feria del Libro de Guayaquil, quisiera detenerme un momento en una parte de su obra, tan diversa y provocadora. Quizá sea la parte menos visible, precisamente porque se trata de libros que sabotean la expectativa convencional de la lectura.

Pero antes deberé dar un salto hacia atrás, bien atrás. A mediados de 1884, luego de que Walter Besant dio una conferencia sobre la novela en la Real Sociedad de Londres, se abrió un debate en el que participaron Henry James –su respuesta a Besant fue el decisivo ensayo El arte de la ficción–, pero también el crítico Andrew Lang y R. H. Hutton, y el cierre lo puso nada menos que Stevenson en un fulgurante artículo titulado “Una humilde reconvención”. Me quedo con la distinción que hizo Stevenson: “La vida es monstruosa, ilimitada, absurda, profunda y áspera; en comparación con ella, la obra de arte es ordenada, precisa, independiente, racional, fluida y mutilada”. Stevenson, que no consideraba que el arte de la escritura fuera un don poético inexplicable –en este sentido coincidía con la postura racional de James de que la novela es un ejercicio intelectual–, urgía a los lectores a entender el armazón que exige toda novela. En ese momento no había sospecha ni desconfianza por parte de los lectores respecto a las novelas donde la prosa fluía respetando una serie de convenciones que no exigían mayor adecuación óptica. Eso se quebrará muy poco después con la aparición de novelistas como Virginia Woolf, Joyce o Conrad, es decir, el movimiento del modernismo inglés en la novela.

Siempre me tentó la posibilidad de invertir la distinción de Stevenson. No discuto que su descripción de la vida es cierta y que el arte siempre será una forma de comprensión más o menos ordenada de lo inasible del mundo. Pero creo que la novela, en una pendulación entre orden y desorden, puede llegar a ser también monstruosa, ilimitada, absurda, profunda y áspera. Quizá uno de los fenómenos más sorprendentes en la novela contemporánea es la capacidad para que convivan novelas que respetan las más trilladas convenciones, como las de Ken Follet, junto a novelistas que son saboteadores de la convención, desde Cormac McCarthy a Pascal Quignard. Incluso más: los dos registros suelen convivir en un mismo autor. En este sentido Coetzee es ejemplar. Hay novelas suyas que respetan esa fluidez ordenada de la novela decimonónica. Pienso en Desgracia o en El maestro de San Petersburgo –aunque esta pida haber leído la vida de Dostoievsky y, en concreto, su novela Los demonios–. Pero si vamos un poco más allá nos vamos a encontrar con novelas que son verdaderos retos al lector convencional. Bastaría tomar libros suyos como Elizabeth Costello, Diario de un mal año o Verano. Los ensayos de Elizabeth Costello no dejan de contarnos historias, una especie de caleidoscopio elíptico gracias al que podemos rondar en torno a esa maravillosa e impertinente escritora apócrifa. Verano es una sorprendente investigación sobre la vida del mismo autor, solo que este aparece allí como muerto, y se reproducen las entrevistas póstumas a familiares, amantes o amigos. Y digo sorprendente porque un autor imaginando lo que pensarían los demás sobre él cuando esté muerto, debe tener un sentido desbocado del humor o una capacidad de autoanálisis tan extrema como peligrosa: ya no la vanidad sino la autodenigración para explorar los propios límites. Coetzee no es complaciente en ningún momento.

Quizá uno de los fenómenos más sorprendentes en la novela contemporánea es la capacidad para que convivan novelas que respetan las más trilladas convenciones, como las de Ken Follet, junto a novelistas que son saboteadores de la convención, desde Cormac McCarthy a Pascal Quignard.

Pero no ríe, no evidentemente. Rushdie le reprochó hace años la falta de humor. Creo que es injustificado. Es obvio que no tiene el mismo humor desbordante y festivo de Rushdie, pero hay que comprender esa forma del humor que se queda en los intersticios, como ocurre en Diario de un mal año. Novela seria aparentemente, aboca al lector a una desorientación difícil de resolver. Trataré de resumirlo, pero sugiero que, apenas puedan, abran la novela para que comprendan de un vistazo lo que quiero decir. Está maquetada como si tuviera tres pisos. En el de arriba se reproducen los artículos editoriales de un escritor, en el medio se lee la voz íntima del mismo autor sobre una vecina suya llamada Anya por la que se siente atraído, y en el tercer plano inferior se conoce la perspectiva de Anya. El lector tiene que escoger en qué orden leer. Los lectores se suelen saltar los artículos por seguir la historia del escritor y la mujer. Cometen un error. La sutileza de la novela radica en la manera secreta, velada, por la que el escritor aprende de lo que le comenta la mujer y eso se empieza a reflejar en los artículos, que cambian en la segunda parte.

En cualquier caso, esta novela (o antinovela) refleja la operación en la que se mueve Coetzee y que, probablemente, es el reflejo de la postura más exigente de los grandes novelistas contemporáneos. Es decir, Coetzee no se rinde a una trama llana y convencional, sin discontinuidad, pero tampoco comete el error fácil, a veces de gratuita maquetación arbitraria, de novelas que suponen que la mera alteración tipográfica ya es una revolución literaria. El autor de Diario de un mal año sabe que la capacidad de la novela para acoger posturas contrarias, implica también la posibilidad de que convivan los experimentos más radicales con las convenciones fundacionales de la novela. Una de ellas: su composición binaria. Diario de un mal año es, finalmente, una historia de amor, pero también es un ensayo en el que se refleja la manera en la que un novelista se esfuerza en comprender la vida actual, de la que nos quieren hacer creer que con cumplir ciertos requisitos sería, como pautaba Stevenson, ordenada, precisa, independiente, racional, fluida y mutilada: estudie, cásese, tenga hijos, cómprese una casa, practique una religión. Por suerte vienen novelas como las de Coetzee y nos muestran dónde falla el relato perfecto (y ese sí, falso) de la vida. (O)