Era totalmente previsible la reacción del Gobierno ecuatoriano frente a la destitución de Dilma Rousseff, pues son ampliamente conocidas las coincidencias políticas guardadas entre la expresidenta brasileña y Rafael Correa; por eso, no sorprendieron las duras críticas vertidas desde el oficialismo ante lo que se considera un golpe de Estado parlamentario, “una apología al abuso y la traición” como lo mencionaba el presidente Correa en un tuit, tratando de cerrar filas en torno a Rousseff, ni mucho menos el retiro del encargado de Negocios en Brasilia como muestra de rechazo al nuevo Gobierno de Brasil.

Pero la circunstancia que sea previsible no impide calificar a la decisión del Gobierno ecuatoriano como apresurada, toda vez que lo primero que debió haber hecho nuestro gobierno es un llamado urgente a que Brasil mantenga su estabilidad institucional luego de tan agitada situación política. Por otra parte, actuando con prudencia y tino se debió haber dejado espacio para el análisis legal de la destitución de la expresidenta brasileña: ¿acaso el Gobierno ecuatoriano ha estudiado con detenimiento el mecanismo constitucional brasileño como para aseverar tajantemente que se ha producido un golpe parlamentario?, ¿y qué pasaría si en lugar de tal suposición, se comprueba que la decisión del Parlamento de Brasil ha sido tomada con pleno apego a las normas legales y que hay adicionalmente suficientes pruebas para establecer indicios de responsabilidad de Rousseff en los actos ilícitos mencionados con tanta insistencia? El otro día, la inefable presidenta de nuestra Asamblea señalaba que “el proceso parlamentario tenía vicios de nulidad desde el inicio y sienta un nuevo precedente inaceptable para la legislación de la región”. ¿Es así realmente?

Pero hay un punto adicional de cuestionamiento respecto de la posición ecuatoriana en el caso de Rousseff y se refiere específicamente a la indiferencia con que el Gobierno ha asumido la situación de la democracia en otros países de la región, citando de forma puntual en el caso de Venezuela, en donde se produce una vulneración sistemática y rutinaria de los más elementales principios democráticos por parte del exasperado y esquizofrénico Gobierno venezolano. ¿Qué ha dicho el régimen al respecto, se ha producido una crítica objetiva, desapasionada, productiva frente a los excesos de Maduro o se ha optado más bien por un dudoso silencio, comprensible en el rigor que impone la alineación de un modelo político-económico? ¿Y qué ha opinado el Gobierno ecuatoriano respecto del progresivo deterioro de la democracia nicaragüense en donde Daniel Ortega obtuvo la mayoría legislativa gracias a la destitución de 28 diputados opositores hace apenas pocos días?

Situaciones como las señaladas requieren respuestas categóricas en defensa de principios democráticos básicos; por eso es que con la misma energía y firmeza con la que el Gobierno ecuatoriano se ha pronunciado respecto de la situación brasileña, esperamos lo haga cuando la vulneración de la democracia se dé en países con cuyos mandatarios se guardan simpatías políticas e ideológicas. Dejar a un lado el capricho, dar paso al sentido común. (O)