Hace unos días recibí una invitación del Sercop para participar en la provisión de desayunos escolares. No me sorprendí tanto de la convocatoria a un proceso en el que no toco ningún pito porque yo soy librera, me sorprendí ingratamente al leer la siguiente perla: “En caso de que usted no considere encontrarse en la capacidad de participar de forma individual, tiene la posibilidad de consorciarse con otros proveedores...”.
Debido al malestar que me causa esa manía de los funcionarios públicos y publicistas de asignar a las palabras el primer significado que se les ocurre, de convertir en verbo cualquier sustantivo y de arruinar nuestro bello idioma, sin compasión, apenas leí el párrafo citado, escribí en las redes sociales: “Es URGENTE mantener el idioma fuera del alcance de los burócratas. Consorcio no es verbo, así que no puedo ‘consorciar’ con nadie. Auxiliooo”.
De pronto. mi muro de Facebook se llenó de los más divertidos y originales comentarios, así que con el perdón de un amigo transcribo la conversación que tuvimos, de la que por suerte mi marido no se enteró:
ÉL: ¿Prefieres transversalizar conmigo un tiempo, solamente socializar, o ya de una consorciarte, nena?
YO: ¿Y si primero resemantizamos? Es que no te conozco mucho.
ÉL: Te ruego resignificar tu solicitud y precisar los términos de referencia, para determinar la modalidad contractual a aplicarse en este proceso, hace falta diagnosticar nuestras fortalezas y mapear las debilidades del sector, a más de identificar las amenazas, para definir estrategias e implementar una operativización sostenible.
De pronto, otro seguidor reclamó airoso:
–Tantos comentarios y NADIEN dijo “resemantizar”. No aprendieron ES nada.
A lo que el primero de inmediato respondió:
–Certifico que así fue, y acusé recibo para que quede constancia para el debido cierre de la socialización de ese específico tema.
Fue gracioso, pero fue una verdadera catarsis por la molestia que provoca a mucha gente el uso de palabras como consorciar, aperturar, direccionar y, obviamente, la detestable socializar que pretende reemplazar a informar, comunicar, contar, etcétera. Pero lo grave de este lenguaje es lo que hay detrás, ¿por qué se impone este uso indebido de palabras? ¿Por qué vamos dando espacio y adoptamos un castellano que no nos pertenece, sin cuestionar?
A propósito de esto, me ha venido a la mente que hace unos años el profesor alemán Stefan Gandler, quien vive desde hace muchos años en México, presentó en mi librería su libro El discreto encanto de la modernidad, y allí nos contó que el alemán, antes de la II Guerra Mundial, no era un idioma tosco, duro, como lo escuchamos. Afirmó Gandler que incluso el significado de algunas palabras cambió. Y es que el uso del lenguaje, el peso de las palabras o su distorsión no son tan simples como parecen. Ya lo escribió Jorge Luis Borges en ese poema que dice:
Si (como afirma el griego en el Cratilo)/ el nombre es arquetipo de la cosa/ en las letras de ‘rosa’ está la rosa/ y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’...
¿Será de hablar burócrata así sin más, o de oponer resistencia y defender nuestro idioma y nuestra libertad? (O)