Recuerdo ahora, después de mucho tiempo y por las circunstancias, una de las explicaciones sobre el porqué del paso del antiguo orden feudal del siglo XVIII al de la sociedad capitalista y sus consecuencias: sencillamente, ello se debió a la primera revolución industrial y al progreso tecnológico que acompañó el proceso.

El progreso tecnológico indujo la necesidad de una nueva forma de relacionamiento social, que exigía “racionalizar” la extracción del excedente y la generalización del comercio. El beneficio se extraería en adelante ya no por la fuerza, como en el feudalismo, sino a través de relaciones salariales, basadas aparentemente en un principio de equidad.

¿Interpretación marxista? No. Desde los tiempos de la Riqueza de las Naciones de Smith, hasta los Principios de la Economía Política de Ricardo, se reconocía con naturalidad que la fuente de la riqueza era el trabajo. Y se dijo también –Marx no fue el primero– que la repartición era el principal problema que enfrentaba la naciente forma de organización social: ambos autores decían que trabajadores y empresarios se concertaban para pedir lo más, en el caso de los primeros; y, para dar lo menos, en el de los segundos. La lucha de clases fue concebida, entonces, por los economistas clásicos.

¿A qué viene este “recuerdo”? Viene simplemente a confirmar que desde finales del siglo XVIII la razón de ser de la nueva sociedad, la del capital y del intercambio general, inclusive del trabajo –sociedad que vivimos en Ecuador–, es la búsqueda del beneficio. Y, sobre todo, que las relaciones que mantienen los individuos entre sí están determinadas por ese espacio colectivo en el que aún se mueven los individuos por su reproducción material: el mercado.

El mercado funciona con reglas que necesariamente deben ser ordenadas para modular la conflictividad que de partida es inherente a esta sociedad. El filósofo francés George Steiner nota dramáticamente que “a un lado de la barrera está el paraíso, al otro, el desierto, la miseria. Triste. El mundo vive hoy una desigualdad terrible de posibilidades de vida. En el tercer mundo, los niños mueren y la gente come basura. Y no hay respuestas para este fracaso, que es el de todos nosotros”.

Así, al Estado, al otro agente, le cumplen obligatoriamente funciones específicas, regulatorias, redistributivas. Muchos se oponen y rescatan la mano invisible al extremo, lo cual tiene otras explicaciones.

Lo cierto es que nadie, con algún grado de racionalidad, podría estar de acuerdo en consolidar estructuras inequitativas, con grandes diferencias sociales, pobreza y marginación. Los economistas posteriores, Walras y otros, fueron según ellos más “técnicos” y cambiaron la categoría trabajo por la de la utilidad marginal como fuente explicativa del valor. La distribución también fue vista de una manera “neutral”: cada cual recibiría lo que es conforme a su propia productividad. Pero tampoco esto es correcto.

Los desarrollos de la ciencia y de la política económica han permitido en el tiempo aplicar una serie de arbitrios para favorecer el progreso económico y modular la inequidad social. Es fundamental regular. Definitivamente.

Piketty, cuyos trabajos se focalizan en el problema de la distribución y las inequidades, lo anota bien: “es necesario regular el capitalismo… Necesitamos instituciones democráticas fuertes para regular la deriva de desigualdades, para controlar la potencia de los mercados, del capital, al servicio del interés general. Es un error creer que a eso se llega de forma natural. Hay una especie de fe en la auto regulación de los mercados que es excesiva…”

Podría decirse, en principio, que los países nórdicos son un ejemplo de buena gestión de la repartición, que no llegó a generalizarse. De nuestro lado, las inequidades globales las estudiaron con rigurosidad, creo yo, Prebisch y la Cepal. Pocos, salvo Hirschman, entendieron el alcance de su propuesta, que fracasó por razones políticas coyunturales: los grupos de poder (¡cuando no!) “confundieron” proteccionismo temporal con permanente!

Y ahí están los resultados. Ecuador es un “ejemplo”. Ello no exime a los Estados. Al nuestro tampoco.

La definitiva partida, hace poco, del socialista francés Michel Rocard me ha hecho volver sobre principios que deben respetarse en la búsqueda de una solución. Rocard fue, primero, un demócrata, apasionado de esa democracia que no llega. Tuvo los pies sobre la tierra y su mente en la utopía. Pensaba que para cambiar la sociedad había que estar al servicio de la justicia social y de los ciudadanos. Fue autocrítico por convicción. Creyó en el cambio progresivo y no en la ruptura total, menos en una ruptura contradictoria, fuera de contexto, como vía para llegar a una sociedad de equilibrio y de innovación. Una sociedad de frugalidad y convivencia armónica. Como lo ha dicho Manuel Valls, Rocard simbolizó la modernización de la izquierda y la exigencia de decir la verdad!

El punto clave es saber si a futuro, en este tipo de sociedad, la del mercado, un modelo al extremo intervencionista encaja en el cambio esperado, al que puede llegarse, si sobre todo se compaginan política y ética. O si es un despropósito. Es, saber, si integrados como estamos al mundo, nos guste o no, se puede cambiar el país –¡y el orden internacional!– con políticas que privilegian el autarquismo. Si en la sociedad de mercado, cuyas desviaciones hay que corregir con políticas claras y regulación apropiada, no corporativistas, esto se puede hacer de cualquier forma.

En suma, si puede haber una opción que concilie utopía y modernidad. ¿Qué sigue?