El poeta Arturo Borja ilustraba bien, allá a inicios del siglo pasado, la actitud escapista con aquello de “apenas da uno un paso, un ‘¡Alto!’/ le sorprende y le llena de un torpe sobresalto/ que viene a destruir un vuelo de Pegaso”. Actitud permanente, digo yo, porque siempre hemos conocido la necesidad de apartarnos de momentos o situaciones que meten bulla en la mente y perturban el lento decurrir de las cosas. (O rápido según el ritmo de cada uno).

Los tiempos de hoy parecerían impedir cualquier paso a un costado para que la turba no nos arrastre. Pero nos damos maña y lo damos. A la orilla de la vida –a ratos, solo a ratos– el espectáculo de la agitación se convierte en una escena móvil, grotesca, donde lamentablemente la agresividad se confunde con los rasgos deformados de la necesidad. Todos desfilan empujados por sus fines, en una búsqueda implacable de algo que calme el hambre o la rabia.

Puesta así la simbolización del presente, el ruido se ha convertido en una forma de vivir, enmascarada en la necesidad de música y de palabra, por ejemplo (esos radios de los vehículos, esos megáfonos tronando con el anuncio de productos, ese bisbiseo de alto volumen en los velatorios, ni qué decir de cuando la celebración de una fiesta particular obliga a todo un barrio al insomnio).

¿Se han dado cuenta los lectores de cómo conducen sus vehículos los ecuatorianos? Siempre con prisa, como si tomar un volante fuera el medio para descubrir la olla del final de arco iris, y hay que pasar, atemorizar, detener al que se cruza por delante. Frente a la ventanilla del banco, en la fila de cualquier trámite el cliente tiene prisa, siempre quiere avanzar a pasos rápidos y se impacienta y reclama.

Las convocatorias masivas se interpretan como signos de triunfo de una posición, manera de pensar o tesis. Se mide el poder del líder por la cantidad de personas reunidas en torno de su verbo ardoroso (por ello cualquier presión para conseguir falsos adeptos es buena), de allí la dinámica política reciente de los verdes de responder con sus festivales de alegría a las expresiones de crítica o rechazo de los ciudadanos. Unos se quejan, otros cantan los bienestares regalados a una comunidad contradictoria.

En cada circunstancia vuela lejos el Pegaso del poeta, se aleja de lo que podría ser legítimamente, un plan existencial: la “descansada vida” de fray Luis de León, el retiro bucólico (aunque sea conseguido a costa de maceteros en la ventana) de Virgilio, la ruta quieta del peregrino que aspira a llegar a la ermita de sus devociones. Hay que participar aunque sea desde la mirada, desde la palabra alarmada sobre unas condiciones de vida que ya no calzan con las más hondas aspiraciones de un alma apaciguada.

Que nadie juzgue que el ideal del retiro alberga cobardía. Es preferible que se tilde de desencanto, de escepticismo lo que en la dorada juventud fue energía optimista. El retiro también tiene puesto para la creatividad, una creatividad macerada en los territorios de la experiencia, sazonada con los múltiples sabores de las lecturas.

Entonces, Pegaso vuela bajo y se acerca. Porque escapar es imposible. (O)