Por: Alberto De Guzmán Garcés

En medio de noticias desalentadoras como el devastador terremoto en el centro de Italia, o de la cruenta y bárbara guerra civil de Siria, o de la menos visible de Yemen, de los atentados de Al-Qaeda en Afganistán e Irak, o las tremendas represalias del gobernante de Turquía por el fallido golpe de Estado, de los miles de africanos dispuestos a morir ahogados para llegar a la otra orilla del Mediterráneo, tímidamente brota el germen de la paz con el anuncio de la firma del acuerdo entre el Gobierno de Colombia y las FARC. Cuatro años han durado las negociaciones. Ahora dependerá de los ciudadanos.

El acuerdo ya ha generado controversia con una cerrada oposición encabezada por el expresidente Uribe. Sin embargo, a los ajenos pero cercanos por el afecto, nos parece que este es, sin duda, un rayo de esperanza al que hay que apostarle. La firma del acuerdo es apenas un primer paso que si bien ha costado mucho, es poco respecto de lo que será la construcción de la paz que ahora toca. Nada fácil después de cincuenta años de horror y muerte que han dejado profundas heridas aún abiertas. Con un cuarto de millón de caídos y millones de desplazados, centenares de miles de ellos que han llegado a refugiarse en nuestra vera, se necesitará presencia de ánimo, generosidad, amor por el país y altura de miras para, sobreponiéndose al dolor, tender la mano para construir un futuro para todos.

En ese sentido, algunos aspectos del acuerdo sientan las bases para pensar un país y un proyecto. Central en el acuerdo es el tema agrario, punto de partida de la guerra. Hacer del campo espacio de convivencia, donde pueda llegar el Estado –hasta ahora ausente– para garantizar derechos básicos, generar un tejido social y productivo suficientemente atractivo para retener población arraigada a la tierra, con innovación para hacerla sustentable, es un primer punto de partida. Afrontar conjuntamente la otra guerra, la de las drogas, en la que los colombianos y en general los del sur ponen los muertos y unos pocos con los del norte se llevan el negocio, es un reto gigantesco y probablemente la amenaza más grande; habrá que trabajar para que el mundo cambie de óptica. Generar un esquema de justicia que logre que no toda la barbarie de lado y lado quede en la impunidad, es un desafío tremendo a la institucionalidad que habrá que construir. Posibilitar la representación política de los alzados en armas, con toda la repugnancia de ver a los asesinos de tu madre sentados en una curul, será toda una prueba para la democracia colombiana. El tamaño de los retos, si bien corta el aliento, también genera ilusión de construir un nuevo país.

Este es el desafío. La alternativa es continuar en una guerra cada vez más degradada, enervada por el narcotráfico, que corroerá hasta los tuétanos a la sociedad colombiana. Si se llegó a la mesa de negociación, es porque, al igual que sucedió en El Salvador, las partes se convencieron de que no había posibilidad de una salida militar; llegar a ese punto tomó cincuenta años. Tal vez el acuerdo sea imperfecto; muy posiblemente no satisfaga plenamente a ninguna de las partes. Así son las negociaciones, nadie logra todo lo que quiere, pero se llega a un punto medio con el que se puede vivir. Esa es la pregunta ahora: ¿podrán los colombianos vivir con este acuerdo? Si la respuesta es sí, habrá que asumir el desafío de construir la paz, en plena conciencia de que este es apenas el primer paso de una larga y durísima marcha. Tengo fe en el talento, creatividad y capacidad de trabajo de los colombianos; aspiro a que se ilusionen con la posibilidad de construir un nuevo país. Espero que con cuidados, este frágil brote que ha asomado a la luz, críe raíces, se afirme en la tierra, se nutra de la Colombia profunda, crezca y florezca abundantemente. De lograrlo, el continente entero será uno de paz; el resto de americanos les apoyaremos y les agradeceremos. ¡Atrévanse, colombianos! (O)