Esta semana se desarrolló en Guayaquil la tercera edición de los Premios Latinoamérica Verde, una iniciativa impulsada por organismos internacionales con el fin de premiar a los mejores proyectos de conservación ecológica de la región. Las propuestas abarcaron diversos ámbitos socio-ambientales, algunas muy interesantes, científicas, innovadoras y comprometidas. Quedó demostrado que ideas no faltan a la hora de proponer alternativas paliativas al alarmante cambio climático.

Este tipo de encuentros que ponen en debate alternativas de remediación ambiental son importantes, así como son estimulantes las iniciativas ciudadanas y comunitarias que desde la minga ejecutan tareas de limpieza de las playas, reciclaje, reforestación, etcétera. Todas estas acciones son saludables y las premiaciones también, pero mientras sean iniciativas aisladas y no constituyan una determinación política y ciudadana masiva, seguiremos mirando desde atrás y con impotencia la devastación ambiental. Tenemos una corresponsabilidad en la tarea de conservación, porque no podemos pretender pasarnos la vida reparando los desastres ambientales que son fruto de nuestro voraz estilo de vida y ambición humana.

El planeta tiene límites y los estamos sobrepasando con absoluta desvergüenza, según Global Footprint Network hasta la fecha hemos utilizado a nivel mundial 60% más de lo que la naturaleza puede regenerar, es decir tenemos un elevado déficit ecológico, así como rutinariamente acumulamos deuda gracias a la fantasía consumista, en la cual si necesitamos gastar más de lo que tenemos para satisfacer nuestros deseos, el mercado nos ofrece la tarjeta de crédito. El problema es que en la vida real no hay crédito que regenere el equilibrio de los ecosistemas, ni planeta que podamos comprar en un supermercado y pagar en cómodas cuotas.

Queremos convertirnos en potencia, pero nos empeñamos en imitar lo peor de aquellos países llamados desarrollados, su irracional modelo de consumo, la avaricia de un sistema económico que crea sociedades gobernadas por el mercado, enajenadas en el trabajo y el consumo como modelo de subsistencia.

Hemos trasladado el hábito de consumo y endeudamiento a nuestra relación con la naturaleza y hay mucho por hacer para revertir esta dinámica, por eso son bienvenidas y aplaudidas todas las iniciativas, pero si no creamos políticas verdaderamente comprometidas –más allá de los incumplidos derechos de la naturaleza de nuestra Constitución–, si no replanteamos nuestra forma de vivir, si no estamos dispuestos a cambiar la cultura del derroche de recursos naturales y económicos y si no sembramos conciencia para defender el milagro de la vida que se dio en la Tierra, un paraíso biodiverso e irrepetible, los esfuerzos de remediación serán insuficientes cuando el planeta nos pase la cuenta.