Van a ser las once y media de la noche. Conforme la oscuridad se apodera de la urbe, el intenso movimiento de la ciudad se apacigua. Las tenues luces amarillas bañan a los edificios y casas. La vajilla de la cena está escurriéndose. El viento sopla lo suficiente para refrescar el cuarto y prescindir del aire acondicionado. Mis oídos apenas logran captar a los camiones que esporádicamente pasan por la vía perimetral. Mi ropa está lista: pantalón y blusa manga larga, gorra, botas, agua, comida y repelente. Así como las pilas y baterías de la cámara y grabador de audio para no perderme alguna oportunidad de capturar algo sorprendente. Me envuelvo en el vaivén de la brisa y caigo en un profundo sueño.

Me levanto a las siete de la mañana, algo mal dormida por el potente llanto de una bebé que se desató a eso de las tres de la madrugada pero la ilusión de la aventura que nos espera es mi mejor cafeína. Somos un grupo de 5 personas y Blue, una perrita raza Jack Russell que no para de temblar de la emoción. Ella ya ha ido antes.

Luego de unos 40 minutos de caminos de tierra y grava, llegamos al sitio del sendero. Conforme nos adentramos en el bosque, las copas de los árboles son nuestros paraguas que obstaculizan el intenso sol, también apaciguado por la frescura de la vegetación. Estamos entrando en el territorio de otros y si queremos que salgan a saludarnos, debemos mantenernos en silencio.

Tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, la vegetación es interminable. Reparto mi atención entre el paisaje y el piso. No sólo porque está algo inestable, por la continua presencia de todo tipo de piedras, pero, además, no quiero que me agarre desprevenida alguna tarántula o serpiente.

A lo lejos, percibo un sonido, como golpecitos. Dejo de caminar, y sumergido entre el follaje veo un color rojo intenso, es un pájaro carpintero. En eso, empiezo a escuchar un sonido que va en crescendo. Conforme nos dirigimos hacia este siento como levemente retumba. Entre las ramas y hojas se distingue un punto negro, es un mono aullador! Saco mi cámara para tomar una foto, se me pierde del foco. Lo busco y apunto con la cámara hasta que finalmente capturo la parte final de su aullido. Está solo, nos mira directamente como preguntándonos qué hacemos aquí. Es imposible mantenernos ciento por ciento en silencio, lo rompemos con murmullos mientras contemplamos al mono, hasta que este vuelve a tomar su camino y se va.

En estos momentos de silencio, calma, contemplación y respeto, podemos descubrir aquello que con la bulla y distracción se nos está pasando por alto. Es un privilegio contar con sitios naturales, tales como los bosques de mangle y el Bosque Seco, que atraviesan y rodean a la ciudad de Guayaquil. En estos abunda la vida silvestre y, además, cumplen un rol importante en nuestro ciclo de vida porque purifican el aire que respiramos, mitigan el calentamiento global y son una fuente de agua, alimento y medicina. Guayaquil es una ciudad viva, cuidémosla.