Los vínculos de todo tipo entre los habitantes de Guayaquil y Cuenca siempre fueron fuertes y armoniosos. El aprecio y respeto mutuo de estos pueblos se explica por una serie de situaciones históricas y geográficas que los conectan desde antes de la llegada de los españoles, hasta la fecha. Hay familias guayaquileñas y cuencanas que tienen antecesores comunes. Muchas personas de las dos ciudades mantienen lazos profesionales y de amistad y emprendimientos conjuntos, pero sobre todo comparten una suerte de amable deslumbramiento recíproco por la belleza de cada una de esas urbes y de su entorno natural, así como respeto por la idiosincrasia de su gente. En lo personal, mis conexiones con Guayaquil son de antigua data. En lo mediato, uno de mis abuelos se desempeñó como ministro de la Corte Superior de Justicia del Guayas en los años cuarenta y cincuenta del siglo anterior. Uno de sus hijos, que vivió en la urbe porteña, volaba con desparpajo una pequeña avioneta que traía a Cuenca las ediciones impresas del Diario EL UNIVERSO, en la cual a veces sus sobrinos locales regresábamos con él para visitar a la abuela en su casa próxima al colegio Vicente Rocafuerte, ubicación que permitía a los pequeños paisanos zambullirnos en el cercano estero Salado a la altura del puente 5 de Junio. Más tarde, a finales de los años ochenta y durante todos los noventa, fui un comprometido colaborador de una gran institución guayaquileña que contribuyó en muchos aspectos a afinar mi carácter y mi visión del mundo y de la vida.

Para los cuencanos, Guayaquil siempre fue especial por el exotismo de su medio ambiente, por las características culturales de su gente, por la belleza de sus mujeres. La ciudad está definida por su geografía y sus elementos tropicales; por sus amplios ríos como el Daule, el Babahoyo y el gran Guayas; por el estero Salado en cuyas orillas la urbe ha construido su presente y proyecta su futuro; por su fauna y su flora exuberantes y diversas… por el lagarto, la iguana, la tortuga y la jaiba; por el manglar, el cacao, la palmera y los ceibos. Sus hijos escribieron y escriben sobre su cálido y feraz terruño que incide en su abierto, espontáneo y generoso temperamento. Nosotros, sus hermanos, valoramos su talento diverso y poderoso e incorporamos su gran aporte a nuestra común identidad ecuatoriana. Por eso, son indelebles en nuestros corazones los paisajes, la trama y los personajes de maravillosas novelas como Don Goyo, de Aguilera Malta, o Guasinton, de José de la Cuadra; así como la música de sus compositores e intérpretes Nicasio Safadi o Julio Jaramillo.

La contribución de esta gran ciudad a la historia del Ecuador y América Latina es importante en lo comercial, deportivo, cultural y político. Guayaquil y sus hijos, muchos de los cuales son originarios de otras regiones del Ecuador y de otros países, celebraron durante el mes de julio los 481 años de su fundación española. Nos sumamos a ese festejo con la intención de prolongarlo a través de esta columna, que se publica unos días después de su mes fundacional. (O)